Mal de Historia

Inventar enemigos no es un ejercicio inocuo. No puede creerse que no tiene consecuencias. Pintar durante siglos a otros pueblos con los peores rasgos, educar a generaciones y generaciones de niños en base a la idea de que somos lo que somos porque hemos luchado siempre contra éstos y aquéllos, pasa factura, antes o después.


Fernando Bravo López
Universidad Autónoma de Madrid


“El espíritu judío mina la fuerza del pueblo alemán”. Diapositiva de propaganda nazi, 1933-39.
United States Holocaust Memorial Museum.

“Antes pensaba que la historia, a diferencia de otras disciplinas como, por ejemplo, la física nuclear, al menos no le hacía daño a nadie. Ahora sé que puede hacerlo y que existe la posibilidad de que nuestros estudios se conviertan en fábricas clandestinas de bombas como los talleres en los que el IRA ha aprendido a transformar los abonos químicos en explosivos.”
Eric Hobsbawm

1.

La historia es peligrosa. Mal usada puede causar mucho daño: puede resultar nociva para la salud mental. Para una sociedad puede resultar nefasta. Una sociedad puede enfermar de historia. La Serbia de principios de los años noventa era, seguramente, una sociedad enferma de historia, una sociedad que no había sabido digerir su pasado, una sociedad para la que cada generación debía revivir, una y otra vez, la derrota de Kosovo de 1389: debía sentir esa derrota como propia, debía seguir siendo fiel a los muertos y saber muy bien contra qué enemigos habían caído, y, sobre todo, quiénes eran sus herederos en el presente. La Irlanda de principios del siglo XX también estaba enferma de historia. Se había convertido en una pesadilla de la que Stephen Dedalus quería despertar, y liberarse así de la carga de los muertos y la tierra. La misma enfermedad ha afectado, y sigue afectando, a un buen número de sociedades de todo el mundo.

Por eso hay que tener cuidado con la historia: debería venir con manual de instrucciones. Cada niño debería recibir uno el primer día de colegio. Pero, en lugar de eso, lo que recibe es mala historia: un relato cerrado de nombres y fechas que debe aprenderse, y poco más. “Aquí está vuestro origen, vuestra identidad”, se les dice: “Pelayo, Favila, Alfonso I, Fruela I, Aurelio, Silo, Alfonso II, Mauregato… y, unas páginas más adelante, vosotros”. Ya está todo claro. Y se supone que entonces los niños deben quedarse tranquilos sabiendo quiénes son y quienes no: quiénes son los suyos y quiénes son sus enemigos. Porque siempre hay enemigos.

Los enemigos ocupan un lugar central dentro de cualquier historia nacional. Han estado ahí siempre, maquinando contra nosotros. Los enemigos pueden ser reales, pero la forma en la que se representan siempre es irreal, porque un enemigo con sus razones, con sus necesidades e intereses legítimos, un enemigo humanizado, no sirve como enemigo en un relato nacional. El enemigo tiene que ser malvado e irracional, inhumano, mientras que “los nuestros” deben representar todo aquello que es bueno y deseable, encarnación del ideal de humanidad.

¿Se han preguntado alguna vez por qué los manuales de historia están siempre llenos de guerras y más guerras, batallas y más batallas? Bueno, porque las guerras son muy importantes, y es verdad. Pero no es sólo eso: también porque se entiende que la historia es el relato de cómo se construyó nuestra comunidad hasta ser lo que hoy es, y esa construcción siempre se ha hecho en contra de otros. Esa lucha constante contra enemigos y más enemigos que nos rodean y quieren acabar con nosotros es lo que nos proporciona una identidad común, un sentimiento de solidaridad y unidad. El marco conceptual de la Reconquista proporciona todo eso de manera inmejorable, por esa razón ha sido tan importante para la historiografía nacionalista, y por eso sigue habiendo tanta gente que se aferra a él con desesperación.

Los enemigos son, por tanto, muy necesarios para la comunidad. Proporcionan una identidad, una imagen de nosotros mismos, nos unen. Y es que ya decía Eric Hobsbawm que “para unir a secciones dispares de pueblos inquietos no hay forma más eficaz que unirlos contra los de fuera”; y parece que tiene razón, por lo que vemos día sí y día también. Los enemigos son tan necesarios en la construcción y mantenimiento de una comunidad que, cuando no se tienen realmente, es necesario inventarlos. Hay que encontrar agravios, agresiones y amenazas como sea.

Pero inventar enemigos y atribuirles características inhumanas no es un ejercicio inocuo. No puede creerse que no tiene consecuencias. Pintar durante siglos a otros pueblos con los peores rasgos, educar a generaciones y generaciones de niños en base a la idea de que somos lo que somos porque hemos luchado siempre contra éstos y aquéllos —judíos, moros, franceses, ingleses…—, y que con la comunidad a la que pertenecen han heredado sus enemigos, pasa factura, antes o después. Porque si los enemigos son tan malos como los pintan, habrá que defenderse de ellos, cueste lo que cueste, ¿no?

2.

Huelga decirlo: la conquista islámica de la Península fue algo difícil de digerir para muchos. Durante generaciones los hispanocristianos se preguntaron qué pudo haber salido mal, qué pasó para que algo así sucediera; y no obtuvieron una explicación clara, así que tuvieron que fabricarla. El castigo divino resultaba una explicación muy atractiva: tenía una larga tradición, vinculaba al pueblo hispanocristiano con el pueblo hebreo —le daba, por tanto, una identidad como pueblo de Dios, como pueblo elegido—, y proporcionaba también una esperanza de redención futura. Esa explicación estaba muy bien. Pero para algunos no era suficiente.

Una explicación basada en una teoría de la conspiración podía resultar incluso más atractiva. Se podía sumar fácilmente al relato del castigo y la redención, pero además permitía identificar enemigos internos a los que culpar, lo que, a su vez, permitía cohesionar a la comunidad alrededor de una identidad definida a partir de las características morales establecidas por la Iglesia Católica, pues los traidores eran malos cristianos que se aliaban con los enemigos de Cristo. Ahí estaban los hijos de Witiza, ahí estaba don Julián, despechado, llegando a tratos con el enemigo, abriendo las puertas a la invasión, por pura venganza. Pero también estaban ahí otros enemigos que, a pesar de no ser cristianos, vivían entre ellos, sometidos, despreciados: ahí estaban los judíos; claro, ¡los judíos!; ¡cómo no!

Hasta mediados del siglo XIII ningún cronista hispanocristiano había sentido la necesidad de incluir a los judíos en el relato de la “pérdida de España”. Con el castigo divino, los hijos de Witiza y don Julián habían tenido suficiente explicación. Sin embargo, el siglo XIII fue escenario de una ola antijudía en toda la Europa cristiana occidental, propiciada por las disposiciones antijudías del IV Concilio de Letrán y por las campañas misioneras de los frailes mendicantes. En esa época corrió el bulo de que los judíos mantenían doctrinas secretas anticristianas, que no observaban realmente la Ley, que eran herejes, y se inició una verdadera caza del Talmud, sometido a juicio, confiscado de las sinagogas y quemado en público. Para entonces ya circulaba por buena parte del continente la leyenda del crimen ritual, surgida en Inglaterra a mediados del siglo XII. Según contaba Thomas de Monmouth (m. 1172), un sanedrín secreto de judíos se reunía anualmente para decidir qué niño cristiano sería secuestrado y torturado hasta la muerte. Así, cada año un niño corría la suerte de Cristo, asesinado por esos “hijos del Diablo”. Como consecuencia de tales creencias, un clima irrespirable sofocó a buena parte de las comunidades judías de Europa occidental.

En ese contexto, Lucas, obispo de Tuy, en su Chronicon Mundi (c. 1238), decidió dar una vuelta de tuerca más al relato de la conquista islámica de la Península. Decidió que iba a darles un papel a los judíos en el drama. Al parecer, la ciudad de Toledo, antigua capital del reino visigodo, había caído en manos musulmanas sin demasiada dificultad, y eso merecía una explicación. ¿Y qué mejor explicación que la conspiración judía? Según relató el obispo, la ciudad de los Concilios había caído por la perfidia de los eternos enemigos de Cristo: mientras los cristianos estaban fuera de la ciudad celebrando el Domingo de Ramos en la iglesia de Santa Leocadia, los judíos les cerraron las puertas y dejaron entrar a los musulmanes. Éstos, que hallaron a los cristianos desarmados, los pasaron a todos a cuchillo. Así cayó Toledo, así culminaron los judíos su traición.

Fragmento del Chronicon Mundi donde se relata la conquista de Toledo. Copia del s. XIV. BNE ms. 4338, f. 120v.

No mucho tiempo después de que don Lucas terminara su crónica, Rodrigo Jiménez de Rada, que por entonces era arzobispo de la misma Toledo, se puso a escribir su propia historia de España, y, obviamente, tuvo que volver al episodio central del drama: el castigo de Dios por los pecados de los godos, la traición de los hijos de Witiza y don Julián, y la inevitable conquista islámica. Sin embargo, según él, los judíos no tuvieron ninguna responsabilidad en el desastre. Basándose en fuentes árabes, el arzobispo había llegado a la conclusión de que cuando Tariq llegó a Toledo “la encontró casi sin habitantes”. La mayoría de los cristianos había huido al Norte, así que Tariq no tuvo más remedio que repoblar la ciudad con sus tropas y con los judíos que encontró allí. A grandes rasgos, es lo mismo que había sucedido poco antes en Córdoba, Sevilla y otros lugares. Así que el Toledano por excelencia, que algo debía saber de la historia de la ciudad de su Sede, no veía traición judía por ningún lado. De hecho, más adelante, en la misma crónica, diría que la ciudad se entregó a los musulmanes tras la firma de un tratado.

Jiménez de Rada sabía lo que don Lucas había dicho de la toma de Toledo. De hecho, en buena medida escribió su obra en respuesta a la de éste. Sin embargo prefirió ignorar su versión de la conquista, su teoría de la conspiración, y atenerse a lo que las fuentes árabes decían al respecto. Mostró así más prudencia y saber hacer que muchos historiadores posteriores.

A partir de ese momento cronistas e historiadores cristianos tuvieron a su disposición dos versiones diferentes de la historia de la conquista de Toledo: una totalmente imaginaria, sin base alguna; y otra apoyada sólidamente en las fuentes árabes. ¿Cuál creen ustedes que tuvo más éxito?

3.

En la suerte posterior de la leyenda fabricada por Lucas de Tuy tuvo una importancia determinante el hecho de que los cronistas de Alfonso X decidieran incluirla en su Estoria de Espanna, al lado de la versión de Jiménez de Rada, como si fueran compatibles e igualmente verosímiles. ¿De qué habrían servido los esfuerzos del arzobispo por recopilar y estudiar las fuentes árabes si luego su relato podía tomarse tan en serio como cualquier leyenda?

Pero la cosa fue aún peor para la memoria de don Rodrigo: a finales de la Edad Media alguien decidió traducir al castellano la parte de su Historia dedicada a los godos y a los reinos hispanocristianos —la llamada Historia gothica—. Este desconocido traductor, cuando llegó el momento de traducir el episodio de la toma de Toledo, decidió que, en lugar de utilizar el texto original del Toledano, mejor iba a atenerse a lo que la Estoria de Alfonso X decía, incluyendo, obviamente, la leyenda de Lucas de Tuy. A partir de ese momento, en algunas copias manuscritas la leyenda pasó a llevar el sello de calidad de don Rodrigo: ¡él mismo, al parecer, daba crédito a lo que el Tudense había inventado! Y si piensan que la cosa no podía empeorar más, esperen un momento, porque a finales del siglo XIX esa traducción se llevó a la imprenta por primera vez —Aquí pueden consultarla (pp. 205-206)—.  Y así, basándose en esta edición, algunos lectores contemporáneos pensaron que el mismo don Rodrigo había creído en la teoría de la conspiración judía.

Pero la Historia original del Toledano no cayó en el olvido, ni mucho menos. Tanto en su versión latina original como en diversas traducciones a las lenguas romance —íntegras y sin añadidos espurios—, se copió en multitud ocasiones y fue transmitida a las generaciones futuras, que siguieron teniendo a su disposición un relato de la conquista más fiel a las fuentes árabes. Y eso no fue en vano. Algunos historiadores más exigentes con sus fuentes siguieron recurriendo a él, rechazando la leyenda de Lucas de Tuy. Otros, en cambio, más imprudentes —o más viscerales—, siguieron transmitiendo la infame leyenda del Tudense, hasta el día de hoy.

La responsabilidad de los cronistas de Alfonso X no es pequeña, porque debido a su negligencia la leyenda pervivió. Se convirtió en historia, se dio verosimilitud y legitimidad real a la imagen de los judíos traidores que maquinaban con los musulmanes la muerte de los cristianos y la ruina del reino. Y esa imagen fructificó: transmitida de generación en generación, no sólo contribuyó a solidificar esa imagen del enemigo cruel y sanguinario dispuesto a todo con tal de hacer el mayor mal posible al sufriente pueblo cristiano, sino que sirvió para legitimar medidas antijudías hasta mucho, mucho tiempo después, como veremos.

4.

En 1449 la ciudad de Toledo se levantó en armas contra el rey Juan II de Castilla y su condestable don Álvaro de Luna. Parece que a una importante parte de la ciudadanía no le sentó demasiado bien que el rey le exigiera un préstamo de un millón de maravedíes. La revuelta estaba liderada por el repostero mayor del rey, don Pedro Sarmiento, y por un oscuro personaje, un bachiller de nombre Marcos García de Mora, que pasó por ser el ideólogo del movimiento. Porque el movimiento tuvo una ideología dominante: el antijudaísmo. Pero se trataba de un antijudaísmo especial, pues ya no se dirigía contra los judíos que lo eran realmente, sino contra cristianos que eran identificados como judíos porque sus ancestros lo habían sido. Para explicar esto resulta necesario que volvamos un poco atrás en el tiempo.

Verán: en el año 1391 se extendió por los reinos de Castilla y Aragón una ola de violencia antijudía sin precedentes. A consecuencia de ello, miles de judíos se vieron obligados a convertirse al cristianismo para salvar la vida. De la noche a la mañana ingentes cantidades de personas que, hasta ese momento, habían pertenecido a una casta inferior y despreciada, pasaron a ser formalmente cristianos iguales que el resto, con los mismos derechos y obligaciones. Este cambio no agradó a muchos. Con el tiempo, los descendientes de aquellos conversos fueron ascendiendo socialmente, integrándose en todos los sectores de la sociedad castellana: la política municipal, la Iglesia, los oficios, las armas, la nobleza. Este avance social gustó todavía menos, y desencadenó una fuerte reacción entre los que empezaron a llamarse “cristianos viejos”.

La revuelta toledana de 1449 desató todos los resentimientos que contra estos descendientes de conversos se habían acumulado durante las décadas anteriores. Hubo grandes matanzas y robos, simulacros de juicios inquisitoriales, ejecuciones sumarias, expulsiones de la ciudad, y finalmente se promulgó el que es considerado el primer estatuto de limpieza de sangre: la Sentencia-Estatuto de Pedro Sarmiento, por la que se devolvía a los descendientes de los conversos, a cristianos de pleno derecho, a la posición jurídica que ocupaban los judíos. Fue un escándalo.

Comienzo de la Sentencia-Estatuto de Pedro Sarmiento. Copia del s. XVI. BNE ms. 9175, f. 25r.

¿Y cómo trataron de justificar los rebeldes sus acciones? Utilizaron multitud de argumentos de orden teológico y político, pero sus acciones contra los descendientes de conversos se legitimaron ante todo a partir de la imagen de los judíos traidores y asesinos de cristianos que había sido transmitida por una parte de la tradición histórica. Así, señalaron en la Sentencia-Estatuto:

«Según se falla por las crónicas antiguas, estando esta çibdad çercada por los moros nuestros enemigos, por Tarife, capitán de ellos después de la muerte del rey Don Rodrigo, fizieron trato y vendieron la dicha çibdad e a los christianos de ella e dieron entrada a los dichos moros, en el qual trato e convençion se falla ser degollados puestos a espada, trescientos e seis christianos viejos de esta çibdad, e más de ciento e seis que fueron sacados de la iglesia mayor de ella e de la iglesia de Sancta Leocadia, e llevados captivos e presos entre hombres e mugeres, chicos e grandes.»

Los rebeldes cogieron una imagen del enemigo transmitida hasta ellos por la historia, la decoraron, la cargaron de cifras de muertos y cautivos, y la vendieron como una justificación de la sangre que ellos mismos habían vertido, de los robos que habían cometido y de las discriminaciones que se disponían a aprobar. Todo ello en legítima defensa ante un enemigo que, según ellos, y según transmitían algunas crónicas históricas, sólo tenía en mente acabar con ellos.

5.

La rebelión fue sofocada. El papa Nicolás V declaró herejes a los rebeldes y Marcos García de Mora fue ajusticiado. Pedro Sarmiento, en cambio, pudo salir de la ciudad cargado con todo el botín producto del saqueo. Así acabaron los rebeldes, pero ese no fue el fin de nuestra leyenda. Habría de causar mucho más daño aún. Siguió siendo utilizada para justificar los estatutos de limpieza de sangre entre los siglos XVI y XVIII, y a partir del siglo XIX la leyenda creció y creció, a pesar de la digna resistencia a aceptarla que algunos historiadores mostraron. Para otros, en cambio, la traición de los judíos ya no se limitaba sólo a Toledo, sino que numerosas plazas habían caído por la connivencia de los judíos con los musulmanes. En un momento clave de expansión del antisemitismo en toda Europa, en manos de algunos historiadores la conspiración toledana se convirtió en la gran conspiración judía, que no sólo explicaba la “ruina de España” a manos de los musulmanes, sino que servía también para justificar todo lo que los judíos habían sufrido a manos de los cristianos a lo largo de la Edad Media, hasta la expulsión final de 1492: todo se explicaba como una reacción de legítima defensa contra el odio anticristiano de la “raza maldita”.

En pleno franquismo, en el apogeo del mito del contubernio judeomasónico, la conspiración judía durante la conquista musulmana de la Península fue llevada a la gran pantalla. Luis Marquina introdujo en su película Amaya (1952) una escena del sanedrín judío conspirando contra la monarquía visigoda, en la que no sólo el contenido sino también la estética del antisemitismo moderno lo inundaba todo.

Y hoy en día, a poco que busquen en algunos libros de historia, hallarán de nuevo reproducida la leyenda, convertida ya en historia a fuerza de ser repetida. Una historia tóxica, una historia que envenena la mente con relatos de eternas agresiones de enemigos malignos que sólo existen para hacernos sufrir; pero también para hacernos sentir especiales, mejores y más unidos, a costa de los demás.

Para ampliar:

  • Fernando Bravo López, “«La traición de los judíos»: la pervivencia de un mito antijudío medieval en la historiografía española”, Miscelánea de Estudios Árabes y Hebraicos. Sección Hebreo, nº 63 (2014), pp. 27-56.
  • Tomás González Rolán y Pilar Saquero Suárez-Somonte, De la Sentencia-Estatuto de Pero Sarmiento a la Instrucción del Relator, Madrid, Aben Ezra, 2012 (la cita de la Sentencia-Estatuto en p. 26).
  • Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica, 2000 (la cita sobre la unión de secciones dispares de pueblos en p. 100).
  • —, “Dentro y fuera de la Historia”, en Sobre la Historia, Barcelona, Crítica, 2002 (la cita del comienzo en p. 18).
  • Michael Ignatieff, El honor del guerrero: guerra étnica y conciencia moderna, Madrid, Suma de Letras, 2002.
  • Norman Roth, “The Jews and the Muslim conquest of Spain”, Jewish Social Studies, vol. 38, nº 2 (1976), pp. 145-158.
  • Xosé M. Núñez Seixas, Francisco Sevillano y Jaime Contreras (eds.), Los enemigos de España: imagen del otro, conflictos bélicos y disputas nacionales (siglos XVI-XX), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2010.