En Toledo era posible entrar en contacto con obras de la tradición árabe que podían ser vertidas con cierta facilidad al latín y, más tarde, al romance castellano. Ello supuso un motivo de atracción para intelectuales de origen hispánico y extrapeninsular que vieron en ello una manera de recuperar un gran caudal de información
Carlos de Ayala Martínez
Universidad Autónoma de Madrid
Podemos abordar este complejo tema intentando contestar a una serie de preguntas que no es difícil que nos hayamos formulado alguna vez. La primera de ellas es la más elemental: ¿Existió realmente una Escuela de Traductores de Toledo en la Edad Media? Desde luego, si por ‘escuela’ entendemos una corporación o institución reglada y estable, la Escuela de Traductores de Toledo nunca existió. El término, en realidad, es un invento del siglo XIX y por tanto no es posible documentarlo en la Edad Media. El término nació fuera de España. Fue a principios de aquella centuria, concretamente en 1819, cuando un historiador y orientalista francés, Amable Jourdain, empezó a hablar de un “colegio de traductores” que operaba en Toledo. Más adelante, un filólogo alemán, Valentín Rose, comenzaba en 1874 a popularizar la expresión “Escuela de Traductores de Toledo”. Y lo cierto es que la expresión tuvo fortuna en España, donde a partir de aquel momento se utilizó de manera generalizada, aunque ya criticada desde mediados del siglo XX por intelectuales de la talla del filólogo Menéndez Pidal, del historiador Sánchez Albornoz o del arabista Juan Vernet.
Por tanto, a la primera pregunta, debemos contestar con un ‘no’. Pero si no hubo Escuela de Traductores de Toledo, ¿qué es lo que hubo entonces? ¿qué es lo que movió a los dos sabios decimonónicos mencionados hablar de ella como existente? Desde mediados del siglo XII y hasta bien entrado el XIII lo que se produjo es una labor no reglada de traducciones de obras árabes de ciencia y filosofía con contenidos propios de su tradición y también de la tradición clásica asumida por ella, y todo ello bajo el patrocinio de los arzobispos de Toledo, primero, y del rey Alfonso X más tarde. Esa labor fue de un extraordinario interés porque hasta aquel momento los conocimientos del legado clásico en Occidente se limitaban a alguna obra señera de Platón y Aristóteles y algunos fragmentos compilados por Casiodoro y Boecio en el s. VI, por Isidoro en el VII, por Beda el Venerable en el VIII y por Alcuino de York hacia el 800. Prácticamente nada más.
Lo que se produjo en Toledo fue, pues, el inicio de un nuevo flujo hacia Occidente de la tradición científico-filosófica clásica compilada por los árabes, a la que se unió la propia tradición científico-filosófica de origen árabe. Y es esto, en buena parte, lo que posibilitó lo que hace cien años, el padre del medievalismo norteamericano, profesor de Harvard y asesor del presidente Wilson, Charles Homer Haskins, llamó “Renacimiento del siglo XII”, que como todos los movimientos de reforma cultural no buscaba otra cosa que volver a las fuentes fiables, es decir, a la autoridad de los clásicos, en este caso concreto, reforzada por la imponente tradición cultural proveniente del mundo islámico, que a su vez, había asumido el legado clásico.
¿Por qué Toledo?
Es la siguiente pregunta que debemos plantearnos. ¿Es que no hubo otros centros culturales capaces de canalizar el legado de la Antigüedad preservado y enriquecido por el mundo islámico? Sin duda. Pensemos, por ejemplo, en el monasterio catalán de Ripoll en donde en el siglo X Gerberto de Aurillac, el futuro papa Silvestre II, se hizo con traducciones al latín de tratados científicos sobre el astrolabio provenientes de Oriente. O pensemos también en el monasterio Monte-Cassino, en la Italia meridional, donde un siglo después, las traducciones de Constantino el Africano pusieron al día en Occidente la ciencia médica cultivada por los árabes.
Pero nada de ello es comparable con la intensidad de la actividad de trasvase cultural que se detecta en Toledo a partir de mediados del siglo XII. Cuando esta labor empieza a documentarse hacía menos de un siglo que la ciudad estaba en poder de los cristianos. Alfonso VI la había conquistado en 1085 después de que la fragmentación política del califato de Córdoba hubiera debilitado al-Andalus hasta el punto de que los reyes cristianos pudieron irse apoderando de una parte importante de su territorio.
Toledo, al igual que otras importantes ciudades andalusíes como Badajoz, Zaragoza o Sevilla participaban del esplendor cultural de la vieja capital del califato, Córdoba, en la que se llegó a decir con notable exageración que la biblioteca de al-Hakam II poseía 400.000 volúmenes, en buena parte importados. Toledo, por supuesto, no llegaba al nivel cultural de Córdoba, pero a diferencia de otras ciudades andalusíes conservó mucho tiempo después de la conquista un importante volumen de población árabo-parlante. Se calcula que la población de la Toledo cristiana del siglo XII podría contar con cerca 30.000 habitantes que se organizarían en poco más de 30 collaciones o barrios asociados a parroquias, pues bien, casi un tercio de ellas las ocupaban árabo-parlantes. En buena parte eran cristianos de origen andalusí, a los que se empezó a dar el nombre “mozárabes” —muztabares— a raíz de la ocupación cristiana; hablamos de unos 6.000 cristianos. A ellos habría que añadir unos 4.000 judíos también de origen andalusí. Todos ellos, por tanto, arabo-parlantes, pero conocedores también del latín.
Esta circunstancia es muy importante para entender lo que sucedió: en Toledo era factible entrar en contacto con obras de la tradición árabe que podían ser vertidas con cierta facilidad al latín y, más tarde, al romance castellano. Ello supuso un motivo de atracción para intelectuales de origen hispánico y extrapeninsular que vieron en ello una manera de recuperar un caudal de información que la fluida e histórica relación de al-Andalus con el oriente árabe, nunca interrumpida, había propiciado.
Toledo, objetivo intelectual y motivo de recelo
Toledo se convirtió así en un polo de atracción, pero también de recelo fuera de la Península. Recelo porque los saberes científico-filosóficos compilados u originados en la tradición árabo-islámica eran considerados como diabólicos por una parte al menos de la intelectualidad cristiano-occidental. Un monje cisterciense de la abadía de Froidmont, situada al norte de Francia, un tal Helinando, experto en autoridades clásicas y también en patrística, que impartió clases en el Estudio General o Universidad de Toulouse, escribió en 1231:
“Los clérigos van a París a estudiar las Artes, a Orleans a los autores, a Bolonia los códigos, a Salerno los medicamentos, a Toledo los diablos… y a ninguna parte las buenas costumbres”
Pero esa fama también persistió en la cultura popular hispánica sin necesidad de recelos. Pensemos en el famoso cuento del Conde Lucanor, en el que D. Juan Manuel nos habla de un deán de Santiago que fue a Toledo a que un experto en nigromancia, el maestre Yllán, le enseñase su ciencia. Es curioso, porque D. Juan Manuel habla con naturalidad del nigromante y no hay un ápice de condena para él. La moraleja del cuento, más bien, es que don Yllán, gracias a la magia, puso al descubierto la actitud codiciosa y desagradecida del deán, que es el único realmente descalificado. Todo como digo, con mucha naturalidad.
Toledo se constituye así en el centro de un saber proveniente del mundo islámico, un saber que algunos desean desvelar y otros directamente condenan o simplemente, como D. Juan Manuel, lo constatan. Vamos a fijarnos en quienes querían desvelarlo.
Protagonistas y medios. ¿Finalidad polémica?
¿Cuándo lo hicieron, quiénes fueron y con qué ayuda contaron para hacerlo? Esta es la siguiente y compleja pregunta que vamos a intentar responder. Los orígenes de la actividad cultural de Toledo se asocian tradicionalmente a su segundo arzobispo tras la conquista, Raimundo de Salvetat (1125-1152), un culto cluniacense de origen franco preocupado por cuestiones teológicas, y al que aparece dedicada la traducción de una breve obra filosófica de un sabio árabe del siglo IX de origen cristiano, Qusṭā ibn Lūqā acerca de la sutil diferencia entre el espíritu y el alma.
Este hecho hizo pensar en su momento que el arzobispo Raimundo fue el promotor de un sistema de patrocinio capaz de estimular traducciones demandadas por intelectuales inquietos como lo era él mismo. Incluso se llegó a pensar en que esa iniciativa pudo relacionarse con la contemporánea vista a la Península de Pedro el Venerable que recababa en tierras del reino de Castilla obras y traductores para desarrollar su proyecto de traducción del Corán y otras obras árabes con fines polémicos y combativos frente al islam.
Pero esta obsesión de identificar siempre el interés del Occidente por el islam como algo que permitiera encontrar armas para combatirlo no estaba ciertamente en el ánimo del arzobispo Raimundo que poco podría combatir al islam con un tratado sobre la naturaleza del alma. No, la actividad cultural que entonces empezaba a vislumbrarse en Toledo nada tiene que ver con fines polemistas y sí con una inquietud derivada de la conciencia de que, sin el concurso de la tradición árabo-islámica, el Occidente quedaría culturalmente paralizado.
Esta es la clave que nos debe servir para entender el fenómeno de Toledo y sus traducciones, una actividad que ya claramente hay que asociar al patronazgo del arzobispo e iglesia toledanas desde los días del sucesor de Raimundo, el arzobispo también de origen franco, Juan de Castellmorum (1152-1166). En su pontificado fue traducido un tratado de Avicena acerca también del alma, y junto a traductores de nombre árabe, aparecen ya en ese momento dos figuras clave en esta segunda mitad del siglo XII: el castellano Domingo Gonzálvez y, sobre todo, el italiano Gerardo de Cremona que tradujo más de 70 obras árabes de medicina, matemáticas y astronomía, de la cual era personalmente un gran conocedor.
Nos encontramos ya con intelectuales atraídos a Toledo desde fuera de la Península, algo que será característico del movimiento cultural que desde entonces patrocina la Iglesia de Toledo. El modo de permitir a estos sabios permanecer en Toledo y mantenerse económicamente era mediante la concesión de canonjías. Son muchos los traductores de origen toledano, de otras partes de la Península y de fuera de ella los que firman como canónigos en los documentos de la cancillería arzobispal durante esta incipiente fase de actividad cultural que se corresponde con la segunda mitad del siglo XII. Y que es la primera de las tres fases en las que podemos constatar el desarrollo de la misma.
El momento de don Rodrigo
La segunda de ellas está asociada a la extraordinaria figura intelectual del arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada que gobernó la diócesis a lo largo de la primera mitad del siglo XIII. Al él se debe el encargo al canónigo Marcos de Toledo de una nueva versión latina del Corán y la traducción de una obra teológica atribuida a Ibn Tūmart, el célebre reformador magrebí que puso las bases del imperio almohade. Nuevamente el peso interpretativo de la tradición historiográfica quiere ver en ello un nuevo capítulo en la ofensiva, en este caso ideológica, contra el islam. Pero hay indicios probatorios que van en otra dirección: la necesidad que vio el arzobispo en apoyarse en propuestas religiosas de sus adversarios políticos para afianzar su propio discurso teológico.
Este es un tema complejo en el que no vamos a entrar, pero sí conviene señalar que fue nuevamente la inquietud intelectual, en este caso del propio arzobispo, que es por otra parte el primer occidental cristiano que escribió una Historia de los árabes, la que llevó a realizar unas traducciones en las que intentar encontrar claves culturales propias del mundo islámico, capaces de desatascar el callejón sin salida al que había llegado la escolástica cristiana.
Pero la gran personalidad intelectual de Marcos de Toledo no se ciñó a servir materiales para la especulación teológica del arzobispo. Él mismo estaba muy interesado en la ciencia médica, y a ella dedicó buena parte de su actividad traductora amparada en su condición de asalariado de la Iglesia de Toledo. Él mismo contaba que, como sabía árabe, fueron sus compañeros de estudios médicos en una universidad de la que no da el nombre los que le animaron a facilitarles el conocimiento de Galeno trasmitido por los árabes, y que fue ello, en último término, lo que le impulsó a trabajar en Toledo. Es decir, se sintió atraído por una ciudad donde era posible encontrar las obras de los clásicos en árabe y contar con los medios suficientes para hacer esa tarea.
Pero Jiménez de Rada favoreció no solo a intelectuales de origen hispánico como Marcos. Algunos venidos de fuera lo fueron igualmente. Es el caso del conocidísimo Miguel Scoto, un escocés, que trabajó en Toledo dedicado a traducir obra científica y probablemente también una buena parte del pensamiento averroísta. Su extraordinaria valía le hizo convertirse en sus últimos años en astrólogo y médico al servicio del emperador Federico II. De alguna manera Dante le haría pagar la factura de haber pasado por Toledo condenándolo al Infierno de su Divina Comedia como nigromante y adivinador impenitente.
El Toledo del arzobispo don Rodrigo ejerció su atracción sobre otro interesante personaje de origen extrapeninsular, Hermann el Alemán. Llegó a la capital castellana más de veinte años después que lo hiciera Miguel Scoto, en la última etapa de la vida de Jiménez de Rada. Fruto de su intensa labor de traductor del árabe al latín fue el comentario de Averroes a la Ética de Aristóteles, además de otras obras de Avicena o al-Fārābī.
El decisivo protagonismo de Alfonso X
De alguna manera Hermann el Alemán cierra la segunda etapa de la intensa actividad cultural de Toledo para dar paso a la tercera y definitiva que protagonizaría Alfonso X en la segunda mitad del siglo XIII. Con él, el patrocinio pasa de la Iglesia toledana a la mismísima corte real, la de un monarca que había nacido en Toledo y que estuvo muy vinculado a esta histórica ciudad durante una buena parte de su vida. Esta institucionalización de la actividad traductora se relaciona directamente con el papel que el Rey Sabio hizo desempeñar a la cultura en su propio programa de gobierno. Para el rey la sabiduría era el capital que lo unía a Dios y le permitía gobernar en armonía a sus súbditos en nombre de ese mismo Dios. El Scriptorium alfonsí se convirtió en una auténtica oficina del gobierno del reino, una oficina que hacía llegar el ancestral conocimiento clásico y árabe en el idioma vulgar que una buena parte de sus súbditos podía entender: el castellano. Otra cosa era la difusión fuera de sus reinos, que se vio ciertamente dificultada, lo que nos confirma el carácter político de la decisión. De esta manera, la lengua romance, a la que se traducía del árabe, aunque sin desplazar del todo al latín, se convirtió, pues, en el nuevo vehículo de la ciencia. Institucionalización y castellanización fueron las grandes aportaciones de Alfonso X al impulso cultural toledano.
Ahora bien, no toda la obra cultural del Rey Sabio se relaciona directamente con la tarea de trasmisión del legado cultural clásico e islámico. ¿Qué es lo que concretamente hizo traducir Alfonso X en su Scriptorium? En este punto es fundamental hacer referencia a la obra astronómico-astrológica de origen greco-árabe. No debe extrañarnos esta afición real, los intelectuales de la época concedían mucha importancia a la influencia rectora de los astros en el conjunto de la naturaleza, por tanto, también en los hombres y su destino. Para un rey tan celoso de su poder como Alfonso X, podía ser toda un arma de control político. No sabemos lo de cierto que puede haber en la noticia tardía de que el Rey Sabio habría ejecutado a su hermano Fadrique como resultado de una predicción que apuntaba al infante como futuro traidor del rey.
No es este el lugar para hacer una enumeración inevitablemente tediosa de las muchas obras traducidas y, conviene señalarlo, completadas y actualizadas por los colaboradores del rey, un total de quince sabios, cinco de ellos judíos, siete extrapeninsulares, tres hispanos y solo un musulmán converso al cristianismo, el famoso Bernardo el Arábigo. En concreto el protagonismo judío en esta materia resulta decisivo. Por solo mencionar lo que fueron las tres grandes colecciones compilatorias y misceláneas de astronomía-astrología, citaremos el Picatrix, sobre magia talismánica, obra original del andalusí Maslama b. Qāsim al-Qurṭubī (m. 964), el Libro del Saber de Astrología y los conocidos Lapidarios sobre las propiedades de las piedras.
¿Cómo se llevaban a cabo las traducciones?
Pero todavía nos faltaría contestar a una última pregunta: ¿cuál era el protocolo de traducción desde el comienzo de esta actividad en el siglo XII? Contestaremos a ella muy brevemente. Se admite en general por la mayor parte de los especialistas que la técnica habitual de las traducciones directas del árabe al latín consistía en que un árabo-parlante traducía directamente y en versión oral del árabe al vulgar romance. Al mismo tiempo, un clérigo vertía al latín ya por escrito la traducción oral. Este último era el resultado que lógicamente se conservaba.
La novedad que introdujo Alfonso X, tal y como hemos indicado, es que la versión oral en lengua vulgar realizada desde el original árabe se convertía ahora en versión castellana escrita, que seguramente más tarde podía ser, a su vez, traducida al latín. Pero esto último no debió ser algo frecuente porque no es muy común que conservemos las dos versiones, romance y latina, de un mismo original árabe.
A modo de conclusión
Quedémonos con cuatro ideas fundamentales:
- Nunca hubo una Escuela de Traductores de Toledo propiamente dicha.
- Durante la segunda mitad del siglo XII y primeras décadas del XIII se produjo con centro en Toledo y bajo el patrocinio de sus arzobispos una intensa labor de trasmisión cultural que permitió alimentar el llamado “Renacimiento cultural del siglo XII” con el legado clásico-arábigo hasta ese momento en buena parte cortocircuitado.
- Esa labor nada tiene que ver, por tanto, con estrategias polemistas con el mundo islámico.
- Y Alfonso X sería el responsable de la institucionalización no de una escuela de traductores sino de una actividad a la que imprimió el sello e intencionalidad política que impuso a toda la obra salida de su Scriptorium.
Para ampliar:
- Benito Ruano, Eloy (2000): “Ámbito y ambiente de la Escuela de Traductores de Toledo”, Espacio, Tiempo y Forma, Serie III, Hª Medieval, 13, pp. 13-28.
- Gargatagli, Marietta (1999): “La historia de la escuela de traductores de Toledo”, Quaderns. Revista de traducció, 4, pp. 9-13.
- Gil, José S. (1985): La Escuela de Traductores de Toledo y sus colaboradores judíos, Toledo.
- Puntoycoma. Boletín de los Traductores Españoles (1995), 36: https://ec.europa.eu/translation/bulletins/puntoycoma/36/index.htm.
- Samsó, Julio (1996): “Las traducciones toledanas en los siglos XII-XIII”, en La Escuela de Traductores de Toledo, Diputación Provincial de Toledo, pp. 17-22.
- Vélez León, Paulo (2017): “Sobre la noción, significado e importancia de la Escuela de Toledo”, Disputatio. Philosophical Research Bulletin, 7 (2017), pp. 537–579.