La guerra santa se sustenta en una espiritualidad militar entendida como un tipo de ascesis de carácter especialmente activo. Así, la vida de perfección cristiana no solo se hacía compatible con el uso de las armas: ese uso de las armas era el camino mismo de la perfección cristiana. De esta forma, la frontera con el islam se convirtió en un espacio de salvación
Carlos de Ayala Martínez
Universidad Autónoma de Madrid
El nacimiento de una frontera confesional
No podemos hablar de una espiritualidad militar cristiana asociada a la frontera hasta que no nace esa frontera entendida como una línea de separación interconfesional. Este nacimiento, desde la perspectiva cristiana, no se documenta en la Península Ibérica antes de mediados del siglo XI. Un primer testimonio nos lo proporciona en 1059 el testamento del rey Ramiro I de Aragón en el que se habla de los castillos que han de ser erigidos en la “frontera de moros” para defender el primitivo territorio del reino. A partir de aquel momento las referencias a una frontera entendida no como una amplia y desarticulada “zona de nadie” sino como la línea de vanguardia que garantiza el juego ofensivo-defensivo frente al enemigo religioso, se multiplican.
El nacimiento de este tipo de frontera trae consigo automáticamente el surgimiento de una espiritualidad militar al servicio de la guerra santa. Es obvio que entre frontera interconfesional y espiritualidad militar hay una íntima relación que no es ni mucho menos circunstancial. No debemos olvidar que el tiempo del nacimiento de una frontera confesional en Hispania coincide en el conjunto de Occidente con la articulación ideológica del concepto de cristiandad latina, una de las manifestaciones de la llamada “reforma gregoriana”. Esa cristiandad, como toda realidad emergente, nace frente a otras realidades en disputa y se justifica en la defensa frente a ellas. Es en este caldo de cultivo en el que surge la noción de frontera confesional y también el instrumento para protegerla, la espiritualidad militar.
De la ideología de “reconquista” a la guerra santa en clave de cruzada
Concretamente en la Península Ibérica vemos cómo es precisamente a partir de mediados del siglo XI cuando se crea una dinámica legitimadora de la guerra que se aparta notablemente de la hasta entonces dominante: a la ideología legitimadora de la “reconquista” sucede la de la “guerra santa”. La “reconquista” había sido presentada como una suerte de guerra justa cristiana que aspiraba a recuperar las tierras injustamente arrebatadas por el islam, haciéndolo, eso sí, bajo la cobertura de la cruz de Cristo. A partir del siglo XI, cuando la ofensiva comienza a cambiar de signo y la guerra defensiva se va convirtiendo poco a poco en una expansión cada vez más activa y eficaz, el armazón justificativo de la “reconquista” adquiere un tono más sacral: sigue siendo una guerra justificada en la recuperación de un territorio arrebatado, pero ahora es mucho más que eso, es la confrontación que nace de un imperativo moral, el de la defensa de los valores religiosos que obligan a combatir en defensa del nombre de Cristo contra los enemigos de Dios y de la fe cristiana. Entramos así, en un escenario de auténtica guerra santa.
Y ésta última, la guerra santa, se sustenta en una espiritualidad militar entendida como un tipo de ascesis de carácter especialmente activo. ¿Qué significa ascesis en la tradición cristiana? La ascesis es una palabra griega que se traduce por “ejercicio” y en el discurso cristiano significa básicamente cuatro cosas:
- Un particular seguimiento de Cristo que implica necesariamente sufrimiento: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga” (Mc 8:34b).
- Un seguimiento que tiene dimensión meritoria y expiatoria, aspectos estos heredados de la tradición judía y del estricto cumplimiento de la ley en ella.
- Un seguimiento que implica al mismo tiempo renuncia y actividad, en línea con la analogía paulina del atleta: “los atletas se abstienen de todo con el fin de obtenerlo todo en forma de triunfo” (1 Cor 9: 25a).
- Un seguimiento que normalmente se expresa de manera comunitaria.
¿Qué fórmula religiosa encontró la cristiandad naciente para dar cobertura a esta espiritualidad militar o ascesis activa? La fórmula fue la derivada de una relectura de la tradicional Vita apostolica, que hasta ahora había servido para alimentar el monacato, pero vista en este momento en clave de compromiso activo con el mundo. Esa relectura invoca la figura de san Agustín, y a partir de una adaptación actualizada de sus escritos, la Iglesia crea la Regla de San Agustín a finales del siglo XI, una norma que permitía conciliar el compromiso de los votos religiosos con la actividad en el mundo. Esa actividad abarcaba muchos campos, pero uno de ellos era el de la defensa de la Iglesia y la cristiandad que representa, amenazada en sus fronteras por sus enemigos.
¿Qué manifestaciones concretas se aprecian en la Península en este proceso de adaptación que permite el surgimiento de una espiritualidad militar? Podemos hablar de tres fases sucesivas.
Comunidades agustinas militarizadas y primeras cofradías militares
En la primera de ellas, entre 1050 y 1120 aproximadamente, asistimos en el noreste peninsular a dos procesos muy interesantes. Por un lado, empezamos a documentar la presencia de comunidades agustinas encastilladas en fortalezas. Un ejemplo temprano y muy interesante es el de la comunidad liderada por el abad Banzo del monasterio oscense de San Andrés de Fanlo que, antes de 1070, construía una torre en Alquézar “para la expansión de los cristianos y la destrucción de los moros”.
Pero asistimos también al nacimiento de una serie de cofradías de carácter más o menos militarizado dirigidas por obispos comprometidos con la ideología agustiniana. Ejemplos de ellas vemos en Tarragona, donde una de estas cofradías era liderada por el primer arzobispo de la ciudad, Berenguer Seniofred de Lluçà, que en los primeros años de la década 1090 tenía a su disposición un grupo de caballeros que, distribuidos en tres fortalezas fronterizas, vivían en comunidad con el objetivo de recuperar la ciudad e iglesia de Tarragona “en redención de todos sus pecados”. Otra cofradía semejante la pondría en pie el arzobispo Oleguer de Tarragona en la década de 1120.
Por otro lado, también en esta primera fase de referencia que situábamos entre 1050 y 1120, asistimos a los primeros ensayos pontificios de aplicar la idea de cruzada a la Península Ibérica identificando la justificación reconquistadora con un combate penitencial. La toma de Barbastro predicada por Alejandro II en 1064 y, sobre todo, la restauración de la iglesia de Tarragona predicada por Urbano II entre 1089 y 1091, son sus más evidentes manifestaciones. Por vez primera se formulaba la conexión entre la idea penitencial propia del peregrinaje a Jerusalén y una actividad meritoria en defensa de la frontera de la cristiandad.
La “vía hispánica” a Jerusalén
En la segunda fase, entre 1120 y 1150 aproximadamente, la Península contempla como desde el pontificado se asimila formalmente su propia frontera con el islam con la que separaba en Ultramar a cristianos de musulmanes: los méritos de quienes participaban en ambas ofensivas se equiparan. En este contexto las monarquías peninsulares asumen la espiritualidad militar mediante la institución de cofradías inequívocamente militares. Son bien conocidas las que en el reino de Aragón crea Alfonso I el Batallador entre 1122 y 1124 con base los enclaves fronterizos de Belchite y Monreal. El rey concibe sus nuevas instituciones como réplicas de la recién creada orden del Temple en Jerusalén, y las destina a abrir, a través de la Península, una vía de acceso a la Ciudad Santa. La identificación que habían hecho los papas de los dos itinera, el de Hispania y el de Ultramar, es políticamente asumida por el rey quien la lleva un poco más lejos, al considerar la Península como el eslabón de un único objetivo cruzadista, el de Jerusalén.
El tema de la “vía hispánica” a Jerusalén aparece aquí por vez primera, quedando sancionado en medio de una fraseología inequívocamente cruzadista que habla de peregrinación y de servicio expiatorio en la frontera equiparable al de Jerusalén, y asociado a un nuevo sistema de indulgencias que se distribuían porcentualmente según que la colaboración con la cofradía fuera personal (temporal o vitalicia) o simplemente económica.
Junto a estas cofradías fronterizas el reinado de Alfonso el Batallador contempla otras dos modalidades de espiritualidad militar asociada a la frontera. Una de ellas el impulso dispensado a las comunidades agustinianas militarizadas. Es el caso de la abadía de Jesús Nazareno de Montearagón a la que en 1128 el rey entregaba la villa fronteriza de Singra con su castillo para que fuera poblada y, literalmente, “os hagáis allí fuertes (faciatis ibi bonam forsam) y mantengáis la frontera en honor de toda la cristiandad”. ¿Qué tipo de actividad fronteriza por parte de la comunidad agustiniana cabe deducir a partir de este y otros documentos semejantes? No resulta fácil saberlo, dado que no disponemos de mucha más información al respecto, pero la fórmula es demasiado explícita como para no hacer referencia a un servicio claramente militar.
La novedad del Temple
La otra modalidad de espiritualidad militar que también en este caso aparece por primera vez en el reinado de Alfonso el Batallador es la de la única orden militar en aquel momento existente, la recién creada en Jerusalén orden del Temple. Sería ya el sucesor de Alfonso el Batallador, Ramón Berenguer IV, quien materializaría ese asentamiento mediante un acuerdo establecido en 1143 con el maestre Roberto de Craon, de modo que se procediera a la constitución de “la milicia de Cristo en España contra los moros” (Christi militie in Ispaniis adversus mauros). Se reconocía así que la orden debía diversificar su actividad en las dos fronteras existentes de la cristiandad y para ello, el conde de Barcelona y príncipe de Aragón, les entregaba una serie de fortalezas fronterizas.
¿Qué aportaba el Temple a la espiritualidad militar fronteriza? En realidad, algo que, sin ser enteramente nuevo, puede ser considerado como revolucionario. El agustinismo había creado la gran coartada que permitía practicar una vida ascética comprometida con el uso de las armas, pero hasta entonces los religiosos que la practicaban no lo hacían como exigencia de un carisma específico que les exigía esa actividad y, además, los miembros de las cofradías que practicaban ese ascetismo estaban lejos de poder ser considerados como auténticos religiosos. El Temple, y con él las órdenes militares posteriores, rompen estas limitaciones: estamos ante religiosos no dedicados circunstancialmente al uso de las armas sino como consecuencia de una exigencia vocacional específica, un carisma reconocido formalmente por la Iglesia. La vida de perfección cristiana no solo se hacía compatible con el uso de las armas: ese uso de las armas era el camino mismo de la perfección cristiana.
Órdenes militares y santificación del espacio fronterizo
Y entramos así en la tercera y última fase a la que vamos a aludir, la que se extiende aproximadamente entre 1150 y 1200. Es la fase en la que las órdenes militares asumen el monopolio de la espiritualidad militar. Es cierto que los laicos seguirán teniendo acceso a esa misma espiritualidad, pero sus grandes intérpretes, sus protagonistas por excelencia, serán los freires de las órdenes militares. Ellos y su indisociable asociación a la frontera desempeñarán un papel de extraordinaria significación ideológica en la Península Ibérica.
En este sentido, los freires fueron agentes de santificación del espacio fronterizo. Ya hemos visto cómo desde finales del siglo XI la frontera adquiere la caracterización de un espacio de salvación en el que la “ida” a esa frontera garantiza para quien lo protagoniza beneficios penitenciales, pero es obvio que esa realidad se intensifica notablemente a lo largo del siglo XII y se regulariza con frecuencia en prescripciones conciliares. Pensemos, por ejemplo, que el concilio de normando de Avranches celebrado en 1172 invitó al rey Enrique II a purificar el pecado de haber ordenado la muerte de Tomás Becket mediante su combate en la frontera hispana contra los musulmanes, y es conocido que, según diversos cánones conciliares, los incendiarios podían redimir sus responsabilidades acudiendo en penitencia a esa misma frontera. También las disposiciones de los propios reyes contemplaban esta realidad. A principios del siglo XIII Enrique I de Castilla concedía al conde de Lara el castillo de Alfambra para que lo poblara “para la defensa y utilidad del reino y para la salvación de tu alma en la frontera de los sarracenos”.
Pues bien, hoy día nos resulta absolutamente evidente que la presencia en la frontera de las órdenes militares ayudó a reforzar esta idea. El modelo lo proporcionó el papa Adriano IV cuando en 1158, ante el temor que suscitó dentro y fuera de la Península la irrupción de los almohades, animó a los que quisieran acudir en peregrinación a Jerusalén a que permutaran su voto por el de un año de servicio a la orden del Temple en las fronteras de Ispania. Se establecía así el principio de que combatir junto a los freires o en beneficio de sus intereses fronterizos computaba como mérito desde el punto de vista canónico, un mérito equiparable a peregrinar a Jerusalén.
De hecho, años después, en 1221 Honorio III concedía indulgencias a los que acudieran a los castillos fronterizos de la orden de Calatrava con el fin de fortificarlos, custodiarlos y vivir en ellos, y por aquellas mismas fechas todas las órdenes militares hispánicas recibían privilegios papales que contemplaban que los fieles que sirvieran bajo sus estandartes en lucha fronteriza contra los musulmanes recibirían los mismos beneficios espirituales que cualquier cruzado.
De este modo, las órdenes militares acabaron de consolidar la idea de que una frontera abierta al islam era un espacio de salvación. El gran trovador occitano Marcabrú, que escribió en el contexto de la segunda cruzada, a mediados por tanto del siglo XII, llamó a ese espacio de salvación, el de la frontera hispana, el gran lavadero, “un lavadero —dice el poeta— como nunca antes había existido, está situado lejos del valle de Josafat en Ultramar; está mucho más cerca de vosotros y es a él que os exhorto”.
Para ampliar:
- García García, Francisco de Asís (2012): “Dogma, ritual y contienda: arte y frontera en el reino de Aragón a finales del siglo XI”, en Juan Martos Quesada y Marisa Bueno Sánchez (eds.), Fronteras en discusión. La Península Ibérica en el siglo XII, Madrid: A.C. Almudayna, pp. 217-250.
- Lema Pueyo, José Ángel (1997): Instituciones políticas del reinado de Alfonso I “el Batallador”, rey de Aragón y Pamplona (1104-1134), Bilbao: Servicio Editorial de la Universidad del País Vasco.
- Elena Lourie, Elena (1982): “The confraternity of Belchite, the ribat and the Temple”, Viator. Medieval and Renaissance Studies, 13, pp. 159-176.
- J. McCrank, J. (1996): Medieval Frontier History in New Catalonia, Variorum, III y IV.
- Sans i Travé, Josep (1996): Els Templers catalans, de la rosa a la creu, Lleida: Pagès editors.
- Sénac, Philippe (2000): “Ad castros de fronteras de mauros qui sunt pro facere. Note sur le premier testament de Ramire Ier d’Aragon”, en C. de Ayala Martínez, P. Buresi y Ph. Josserand (eds.), Identidad y representación de la frontera en la España medieval (ss. XI-XIV), Casa de Velázquez-Universidad Autónoma de Madrid, pp. 205-221.