Su entierro congregó a una multitud tan numerosa que la ciudad quedó vacía. Tan desierta quedó que los gobernantes tomaron precauciones para evitar robos y saqueos, reforzando la vigilancia en las puertas de la ciudad
Luis Molina
Escuela de Estudios Árabes – CSIC
Mientras predicaba a primeras horas de la mañana ante una audiencia de entregados seguidores en la mezquita de Córdoba, Ibn Abī al-Rabīʽ al-Ilbīrī se desplomaba repentinamente. Trasladado de inmediato a su casa, fallecía antes del mediodía sin haber recuperado la consciencia. Esa misma tarde tuvo lugar su entierro, que congregó a una multitud tan numerosa que la ciudad quedó vacía. Tan desierta quedó que los gobernantes tomaron precauciones para evitar robos y saqueos, reforzando la vigilancia en las puertas de la ciudad. Como prueba de la conmoción causada por la muerte del personaje, alguno de sus biógrafos destaca que asistieron al entierro incluso las mujeres de alto linaje que vivían confinadas en sus casas. El fallecimiento y el posterior entierro de este personaje tuvieron lugar el 2 de marzo del año 1041.
La muchedumbre que acompañaba el cortejo fúnebre no dejó en ningún momento de arremolinarse alrededor de las angarillas en las que era transportado el cadáver para intentar tocarlas con sus manos o arrojar sobre ellas cualquier prenda de ropa que les pudiese transmitir bendiciones, todo ello en un estado de exaltación que algunos consideraron muy reprobable. Debido a las dificultades para avanzar que estos comportamientos causaban, la inhumación del cadáver sólo se pudo efectuar muy avanzada la tarde. Las plegarias fúnebres fueron pronunciadas por el cadí de la ciudad, Ibn al-Makwī, lo que ponía un toque formal y oficial en medio de la frenética efervescencia popular.
En los días siguientes al entierro, su tumba fue objeto de constantes visitas por parte de gente que no dudaba en inclinar sus rostros sobre ella e incluso restregar las mejillas en su superficie, sobrepasando los límites del fervor para caer en el fanatismo.
Los diccionarios biográficos árabes recogen multitud de noticias sobre entierros de este tipo en los que la asistencia de personas de toda clase y condición desborda las calles de las ciudades y las explanadas de los cementerios. En la mayoría de las ocasiones estos entierros multitudinarios se mantienen dentro de unos límites razonables y son sencillas manifestaciones del afecto de una población por uno de sus conciudadanos distinguidos y de la consideración en el islam de obra piadosa el hecho de acompañar al difunto hasta su tumba. No era infrecuente que los propios emires y califas participaran personalmente en esas ceremonias “marchando a pie tras las angarillas”, como muestra de respeto por el fallecido. Recordemos a este respecto la historia del alfaquí Ṭalūt, que hemos relatado en otro lugar: este alfaquí había participado en la revuelta del arrabal contra el emir omeya de Córdoba al-Ḥakam I, en el año 818. Cuando el emir lo tiene ante sí, tras haber sido encontrado escondido en casa de un judío, al-Ḥakam le reprocha su traición y su ingratitud recordándole, entre otras cosas que había tenido con él el gesto de haber asistido en persona al entierro de su mujer “marchando a pie hasta el cementerio del Arrabal”.
Pero no siempre el entierro se desarrollaba de forma ordenada y contenida. Con relativa frecuencia los sentimientos se desbordaban y la multitud se dejaba llevar por un fervor religioso extremado que la llevaba a intentar por todos los medios acercarse al cuerpo del difunto para tocar el sudario. Los que no podían alcanzarlo con la mano, intentaban conseguir que cualquier objeto que llevasen consigo –habitualmente alguna prenda de ropa- entrase en contacto con las angarillas, como forma de obtener por medio interpuesto las bendiciones que otorga el cuerpo del venerable fallecido. Una vez recuperado el objeto, se lo pasaban por rostro y brazos para recibir sus benéficos efectos.
Las fuentes árabes nos relatan bastantes historias sobre entierros de este tipo. Con un par de ejemplos nos bastará para documentar que el caso que estamos refiriendo aquí no fue en modo alguno excepcional.
En el entierro en Orihuela del asceta y predicador valenciano Muḥammad b. ʽAbd Allāh al-Anṣārī, en el año 1243, el tumulto provocado por los numerosos asistentes que intentaban procurarse las bendiciones que les reportaría el contacto con el cuerpo del difunto acabó con las angarillas destrozadas.
Ni que decir tiene que estas prácticas no eran exclusivas de al-Andalus. Cuando el malagueño ʽAlī b. Muḥammad, conocido por Ibn Ŷūmayl y por al-Ḥāŷŷ al-Mālaqī, falleció en Jerusalén en el año 1208, la fama de santidad que había alcanzado congregó a una enorme y enfervorizada muchedumbre, algo que, como estamos viendo, no era insólito en modo alguno. Pero sí era inaudito que entre la multitud se mezclasen los cristianos que se hallaban en una iglesia por la que pasó el cortejo, cristianos que no fueron en verdad los más comedidos a la hora de manifestar sus sentimientos, porque se entregaron con entusiasmo a la práctica de lanzar partes de sus atuendos a las angarillas y luego pasárselas de unos a otros para enjugar sus rostros con ellas a fin de impregnarse de sus bendiciones.
Un rasgo común a estos personajes tan respetados por el común de la población era su carácter de ascetas, de individuos apartados de la vida mundana y entregados a la piedad y a la devoción, aunque no aislados de la comunidad, pues muchos de ellos procuraban influir sobre ella no sólo con su vida ejemplar, sino también con el ejercicio de la predicación y la admonición. En el caso de al-Anṣārī, esta consagración a la vida ascética se produjo tras haberse dedicado en un primer momento al ejercicio de la notaría, mientras que Ibn Ŷumayl nunca dejó del todo la participación activa en la vida oficial, pues fue el primer imán y predicador de la mezquita al-Aqṣà de Jerusalén tras la reconquista de la ciudad por Saladino en 1187, cargo que desempeñó hasta su muerte.
También era asceta Ibn Abī l-Rabīʽ, el personaje que nos ocupa y cuyo entierro había vaciado las calles de Córdoba. Pero, tal y como hemos visto en los otros ascetas mencionados, su personalidad y su trayectoria distan mucho de las de un eremita apartado del mundo y recluido en recóndito refugio. Muy al contrario, su formación fue la habitual en los ulemas de su época: viaje a Oriente para cumplir con el precepto de la peregrinación y para estudiar con maestros de allí, dedicación a las disciplinas tradicionales como el Derecho, el Hadiz (hechos y dichos del Profeta) y la literatura, actividad docente para transmitir a sus discípulos los conocimientos que había adquirido. Pero lo que diferenciaba a Ibn Abī l-Rabīʽ de sus homólogos era su dedicación a las clases populares de Córdoba, a cuya formación y enseñanza consagraba gran parte de sus afanes.
Sus biógrafos coinciden en incluir dentro de su nombre completo el calificativo de “El predicador” (al-wāʽiẓ: ‘predicador’, ‘amonestador’, distinto del predicador del sermón del viernes desde el púlpito, el jaṭīb) y ello es porque la actividad por la que era más conocido era precisamente ésa y el público al que iban dirigidas sus admoniciones era la totalidad de la población, no únicamente el círculo de los ulemas. Sin embargo lo que hacía de nuestro personaje una figura singular no era su labor como predicador, sino su empeño en instruir a sus oyentes transmitiéndoles de forma clara y accesible todo su saber. Así lo describe el historiador Ibn Ḥayyān (987-1076) según un relato conservado en el pseudo ʽUyūn al-imāma (primera mitad s. XII):
Consiguió en Córdoba un predicamento enorme entre la plebe, a los que todos los días atendía, sin tener reparos en sentarse ante ellos para hablarles de hadiz y de todo tipo de ciencias, cuyos conceptos hacía comprensibles a sus oyentes. Les leía textos de exégesis coránica, de historias ejemplares de ascetismo (raqāʼiq) y de literatura profana (ādāb) y les explicaba las palabras abstrusas y las cuestiones intrincadas
A todo esto añadía un carácter apacible, una presencia agraciada y una gran facilidad de palabra. Para subrayar su influencia benéfica sobre la gente, su biógrafo Ibn Ḥayyān llega a señalar que “gracias a él muchos abandonaron la bebida y el pecado”. No es de extrañar, por tanto, que su fallecimiento fuera muy sentido por la población cordobesa y que su entierro se convirtiera en la desbordante manifestación que antes hemos referido.
Hasta ese momento la historia de Ibn Abī l-Rabīʽ no presenta ninguna característica especialmente significativa, por mucho que su dedicación a la predicación fuera de los púlpitos y a la enseñanza apartada de los medios tradicionales fueran actividades minoritarias entre los ulemas. Pero los hechos tras su concurrido entierro toman un camino muy poco transitado. Demos la palabra de nuevo a Ibn Ḥayyān:
Quien gobernaba por entonces en Córdoba fue consciente de toda la capacidad de sedición que habría podido tener este hombre y puso entonces todo su celo en precaverse para el futuro de un riesgo semejante, para lo cual ordenó a los ordenanzas de la aljama que demoliesen el banco desde el que solía impartir sus enseñanzas, temeroso de que lo sustituyera en él alguien parecido. La orden fue cumplida por la noche y al día siguiente apareció el lugar donde se hallaba el banco completamente aplanado.
Un individuo llamado al-Ḥaššāʼ, instructor de la plebe en cuestiones legales, aspiraba a ocupar el lugar de Ibn Abī l-Rabī, pero en realidad era lo contrario de él: farfullador, balbuceante y grosero. Además sólo sabía de cuestiones jurídicas, ayunas totalmente de esos relatos y prédicas que sobrecogen los corazones. No gozó de más aceptación que la de una ínfima minoría.
El colofón de la historia de Ibn Abī l-Rabīʽ es un tanto sorprendente. Un personaje presentado por sus biógrafos casi como modelo de santidad, cuyo mayor afán había sido transmitir sus enseñanzas no sólo al reducido círculo de los ulemas, sino también al conjunto de la sociedad cordobesa, que se había mantenido alejado de las intrigas del poder y de las vanidades de los ambientes del saber, que había conseguido con su palabra y su ejemplo atraer al camino recto a los descarriados; un individuo, en suma, aparentemente inofensivo, nada virulento y a quien nadie podría acusar de incitador de la rebelión. Más aún, su predicación y sus clases las desarrollaba en un lugar tan poco recóndito como era la mezquita aljama y en unas circunstancias tan alejadas de la clandestinidad como se reflejaban en la aglomeración de oyentes que ocupaban hasta ocho naves del recinto.
La actividad desarrollada por Ibn Abī l-Rabīʽ no era, por tanto, desconocida para las autoridades ni, a tenor de lo que refieren las fuentes, preocupante para ellas, más allá del leve matiz de heterodoxia que siempre acompañó a la figura de los predicadores de ese perfil popular. Por ello resulta llamativa la drástica y fulminante medida que tomaron tras el entierro del predicador, la destrucción de la mastaba —poyo o banco de obra— que constituía su “cátedra”. Con ello pretendían borrar su huella y, sobre todo, cercenar la posibilidad de que su obra encontrase un continuador que heredase su numeroso público, pero que se apartase de la senda de moderación y rectitud que había seguido siempre Ibn Abī l-Rabīʽ.
Porque la única explicación que se nos ocurre para el radical cambio de actitud de las autoridades es que lo que las movía era el temor al futuro, no el deseo de borrar el pasado. Las doctrinas que predicaba desde su modesta cátedra no fueron consideradas subversivas ni desde el punto de vista doctrinal ni desde el político y no tenemos la menor noticia de controversias con otros ulemas o rechazo por parte de ningún estamento académico o administrativo. No había, por tanto, ninguna razón para que se llevase a cabo esa especie de damnatio memoriae contra quien no había supuesto perjuicio ni peligro alguno para el funcionamiento del estado.
Pero lo cierto es que, como apunta Ibn Ḥayyān, las autoridades, a la vista de lo ocurrido en su entierro, se dieron cuenta de los potenciales riesgos que entrañaba la existencia de un movimiento popular de esas dimensiones. Hasta entonces había sido un rebaño sosegado porque tenía un pastor apacible, pero ese rebaño tan numeroso podía convertirse en un peligro si caía bajo la influencia de un pastor con menos escrúpulos. Ya hemos visto que había al menos un candidato a ocupar el lugar –el lugar físico y el espiritual- de Ibn Abī l-Rabīʽ, un candidato que no poseía el carisma de éste, pero que sí compartía con él su vocación popular. Pero no tuvo éxito en su intento: no daba la talla para ocupar el lugar de Ibn Abī l-Rabīʽ en los corazones de la gente y la rápida actuación de los gobernantes le impidió ocupar el lugar desde donde se dirigía a su audiencia.
En el momento en que se produjeron estos hechos hacía ya muchos años que Córdoba había dejado de ser la capital efectiva del estado andalusí. Desde la muerte del chambelán al-Muẓaffar, hijo de Almanzor, la ciudad había entrado en una fase de ensimismamiento provocada por las contiendas surgidas con la fitna, la guerra civil que acabaría años más tarde con la dinastía omeya y que provocaría la aparición de los reinos de Taifas. Durante esos últimos años de ficción califal Córdoba se convierte en un lugar en tierra de nadie, una capital de un estado inexistente, que no goza de los beneficios de la capitalidad, pues no tiene el menor poder sobre otros territorios, pero sufre sus inconvenientes, el ser sede de un gobierno impotente, sometido a continuos ataques y que cambia de mano sin cesar. Cuando el último califa omeya es destituido en el año 1031, se hace con el poder un notable local, Abū l-Ḥazm Ibn Ŷahwar, miembro de una familia de clientes omeyas llegados a al-Andalus en los primeros años del dominio musulmán y que se sucedieron en el desempeño de diversos cargos en los gobiernos de los emires y califas, los Banū Abī ʽAbda. Bajo su mandato la ciudad olvida su glorioso pasado capitalino, pero logra regir su propio destino, recuperando durante un tiempo la paz y la convivencia que habían estado ausentes de la vida de la ciudad durante un cuarto de siglo. Es comprensible que Ibn Ŷahwar y su gobierno contemplasen con aprensión toda posibilidad de retorno a tiempos revueltos y que extremasen los cuidados para evitarlo. Desde esa perspectiva es desde donde hay que contemplar la chocante decisión de derruir la mastaba de Ibn Abī al-Rabīʽ, una damnatio memoriae que miraba más a prevenir el futuro que a censurar el pasado.