La furia del rey Alfonso

El rey montó en cólera y cogió el camino de Toledo con el propósito de quemar vivos al arzobispo y a la reina. Iba con esa intención cuando, de repente, se topó con unos musulmanes que, desesperados, venían en su busca


Fernando Bravo López
Universidad Autónoma de Madrid


Alfonso VI en una miniatura del Corpus pelagianum. BNE, ms. 1513, f. 67v (copia del s. XIII).

En la pequeña aldea de Magán, al sur de la comarca de La Sagra, un grupo de musulmanes vecinos de Toledo, acompañados por sus mujeres e hijos, salió al encuentro de Alfonso VI. El rey, presa de una furia incontenible, volvía a toda prisa a la ciudad del Tajo desde Sahagún. Se había enterado de que, en su ausencia, el arzobispo Bernardo, a instancias de la reina Constanza, había penetrado en la mezquita mayor de la ciudad. Protegido por la oscuridad de la noche y acompañado por hombres armados, había eliminado todos los símbolos del culto islámico, había erigido un altar para celebrar misa y había colocado campanas en lo alto del alminar. Con tal acción, el arzobispo y la reina habían transgredido el acuerdo al que el rey había llegado con los musulmanes de la ciudad en el momento de su conquista, apenas unos meses antes. Constituía, por tanto, toda una afrenta al monarca, quien, al enterarse, montó en cólera y cogió el camino de Toledo con el propósito de quemar vivos al prelado y a la reina. Iba con esa intención cuando, de repente, se topó con los musulmanes que, desesperados, venían en su busca.

El rey, al verlos, creyó que querían protestar por lo que el arzobispo había hecho, y les tranquilizó: 

“La afrenta no os la han hecho a vosotros, sino a mí, pues mi palabra fue inquebrantable hasta este día; pero de ahora en adelante ya no podré llevarla a gala; es de gran importancia para mí no sólo desagraviaros sino también castigar duramente a los culpables”.

Sin embargo, a lo que venían en realidad los musulmanes era a aplacar la furia del monarca: asustados, postrados de rodillas y llorando, rogaron al rey que no castigara a los responsables de la profanación. Temían que, de cumplirse la venganza de don Alfonso, los cristianos de la ciudad tomarían represalias contra ellos; y no sólo eso: pensaban que si el rey ejecutaba a la reina, sus hijos, una vez muerto aquél, no tardarían en vengarse. Así pues, los musulmanes preferían librarle de su promesa y resignarse a perder la mezquita, si con ello podían preservar su situación en la ciudad.

Fue un verdadero alivio para don Alfonso: gracias a la buena disposición —o al miedo— de los musulmanes toledanos, podía salvar su honor y, a la vez, mantener para el culto cristiano el principal templo de la ciudad. Y todo ello sin tener que prender fuego a nadie.

Miniatura representando al rey Alfonso VI, Tumbo A de la Catedral de Santiago. Wikimedia Commons.

Esta historia, transmitida por don Rodrigo Jiménez de Rada en su Historia Gothica (VI, xxiiii), resulta bien curiosa: un rey cristiano, héroe de la conquista de Toledo, un elegido del Señor según el propio don Rodrigo, estaba dispuesto a matar a su mujer y al primado de las Españas para mantener la palabra dada a unos musulmanes. Y estos mismos musulmanes, asustados, salvaban la vida de los culpables —un sacerdote cristiano y una reina: dos francos para más inri— con el objetivo de preservar su integridad y tener así un futuro en una ciudad ya cristiana.

La historia es curiosa por su contenido, pero por otras razones también. Por de pronto, don Rodrigo —quien, por cierto, también era arzobispo de Toledo— es el primer cronista que la relata. Esto no es baladí, ya que, en buena medida, escribió su Historia a partir de la información transmitida por los cronistas anteriores y, en los 160 años más o menos que habían pasado desde que se produjeron los hechos —que, si realmente tuvieron lugar, debió ser hacia 1086—, de Alfonso VI se había escrito mucho, pero que mucho. Se trataba, después de todo, del conquistador de Toledo, del señor de El Cid. Así que innovar en ese relato, añadir algo nuevo a la vida de ese famoso rey, algo que implicaba el deseo de matar al arzobispo de Toledo y a la reina Constanza, no era moco de pavo.

La historia es curiosa por otra razón. Según reza un documento del rey Alfonso VI (Gambra, doc. 86), el arzobispo Bernardo fue consagrado como tal en Toledo el 18 de diciembre de 1086, y ese mismo día también se consagró la mezquita mayor como iglesia de Santa María. Así que, según esto, lo que cuenta don Rodrigo jamás pasó. Al contrario: el rey asistió, junto al arzobispo y el resto de prelados, a la consagración de la mezquita como iglesia.

Sin embargo, ésa no es la última palabra sobre el asunto. En primer lugar, la autenticidad de ese documento resulta sospechosa o, cuando menos, parece claro que se trataría de un documento elaborado con posterioridad (Gambra, Dorronzoro, nota 93). En segundo lugar, don Rodrigo mismo lo cita en su obra (Historia Gothica, VI, xxiii), pero no lo considera contradictorio con su posterior relato acerca de cómo, a su juicio, ocurrió realmente la transformación de la mezquita en iglesia. De hecho, él no menciona que ese 18 de diciembre se consagrase el edificio. Lo único que dice es que entonces se dotó a la iglesia de Toledo con una serie de bienes para su sustento. Así pues, según él, cuando el rey Alfonso VI realizó esa donación, la iglesia de Toledo todavía no ocupaba el lugar físico de la mezquita.

Comienzo del capítulo de la Historia Gothica de Jiménez de Rada sobre la conversión de la mezquita de Toledo en iglesia. Biblioteca Provincial de Córdoba, ms. 131, f. 72r (copia del s. XIII).

Pero hay más problemas: existen otras versiones de la historia. 

La más antigua nos la transmite el historiador andalusí Ibn Bassām (m. 1147). En línea con lo que sostenía el dudoso documento de Alfonso VI que acabamos de mencionar, Ibn Bassām nos cuenta que fue el propio rey el responsable de la profanación de la mezquita mayor de Toledo. Su relato no tiene desperdicio. Según afirma, tras la conquista de la ciudad, su gobernador, el conde mozárabe Sisnando Davídiz, aconsejó a don Alfonso que actuara con benevolencia con los musulmanes; sin embargo, el rey tenía otros planes:

“Pero fue un patente favor de Allāh el que Alfonso, teniendo entonces por sospechosa esta benevolencia, siguiera el camino contrario, que le dictaba su pasión; y así, se decidió al punto a profanar la mezquita aljama de Toledo, cosa que fue la coronación de tanta desgracia y la desolación de cuantos lo vieron o lo supieron.

Sisnando le decía: «—Proceder así será inflamar de cólera los pechos, inutilizar la política [emprendida], echar para atrás a los que están dispuestos [a ayudarnos] y detener a los que ya se mueven [en nuestro favor].» Pero Alfonso —¡Dios lo maldiga!—, cegado por el orgullo, no le hizo caso, y sólo prestó oídos a las voces de su locura y de su poco seso. El día [en blanco] de rabiʽ I del año 478, dio, en efecto, órdenes de profanar la mezquita aljama.

Cit. en García Gómez y Menéndez Pidal.

Como vemos, aquí nos encontramos con una historia bien diferente de la que nos transmitió don Rodrigo. Sin embargo, más allá de esta discrepancia, merece la pena subrayar que este testimonio nos muestra la existencia de una percepción, más o menos extendida entre los andalusíes, de que dentro de la sociedad cristiana existían, al menos, dos sensibilidades diferentes, dos formas distintas de aproximarse a la cuestión del tratamiento que merecían los musulmanes vencidos. Una, la personificada por un conde mozárabe, que planteaba la “benevolencia” y que se mostraba preocupada por la reacción que tendrían los musulmanes aliados del rey —y los futuros potenciales aliados— ante una profanación de ese tipo; una postura, en fin, que se mostraba sensible a los sentimientos de los musulmanes. Y la otra, la personificada por el propio rey, que obviaría todo eso —las alianzas y las sensibilidades de los musulmanes— y estaría únicamente guiada por sus pasiones y su orgullo; o, desde el punto de vista cristiano, por el ensalzamiento de su fe.

La otra versión nos la proporciona, sorprendentemente, el propio don Rodrigo: justo después de relatar cómo el rey se quedó contento y feliz con su mezquita convertida en iglesia sin tener que quemar a nadie, el arzobispo nos dice que la iglesia de Toledo fue consagrada por don Bernardo unos dos años después, un 25 de octubre, a su vuelta del viaje que realizó para entrevistarse con el papa Urbano II. La consagró junto con el resto de prelados asistentes, como si tal cosa, sin mayor problema, al parecer sin necesidad de realizar ningún asalto nocturno, y sin que el rey estuviera presente (Historia Gothica, VI, xxv).

Así que Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, nos da dos versiones diferentes de cómo su propia iglesia ocupó el lugar que ocupaba cuando él mismo llegó a la ciudad: una versión novelesca y otra versión totalmente anodina. ¿Cómo es posible?

Lo que parece haber aquí es una superposición de dos tradiciones diferentes. La cuestión es, ¿por qué don Rodrigo insertaría en su crónica esa historia de novela acerca del asalto a la mezquita, la furia del rey y la intercesión de los musulmanes? ¿Por qué lo haría cuando ningún cronista anterior la había mencionado y, además, tenía a su disposición otra tradición mucho más aséptica? 

Una posible respuesta es que lo hizo porque ésa era la información que tenía a su disposición. No era raro entonces incluir relatos contradictorios, incluyendo leyendas, en la misma crónica. Cuando no se podía saber lo que realmente había ocurrido, lo mejor era transmitir toda la información disponible. En el futuro quizás alguien podría separar lo verdadero de lo falso.

Sin embargo, también es posible que transmitiendo esa historia don Rodrigo no quisiera actuar como mero transmisor de las tradiciones existentes. Quizás quisiera mostrar algo, aleccionar a sus lectores. Al fin y al cabo, ése era el objetivo explícito de toda su Historia: mostrar al rey don Fernando III, a quien estaba dedicada la obra, buenos ejemplos históricos que seguir y malos ejemplos que evitar. 

Jiménez de Rada no era el tipo de persona que hacía las cosas sin una razón, y, casi siempre que introducía en su Historia algo diferente a lo que los anteriores cronistas habían dicho, lo hacía por una buena razón —buena para él, claro—. Esto era así, sobre todo, cuando insertaba noticias que tenían que ver con una de sus más importantes luchas personales: el reconocimiento de Toledo como sede primada de las Españas; algo que, para su desgracia, nunca llegó a conseguir del todo. De hecho, murió en 1247 cruzando el Ródano, cuando volvía de su enésima entrevista con el papa para tratar de esta cuestión. Así que, si don Rodrigo decidió insertar esa historia sobre la furia contenida del rey Alfonso, fue quizás porque podía haber en ella algún mensaje que el arzobispo consideraba importante enviar a sus lectores.

Miniaturas representando a Gregorio IX y Jiménez de Rada tratando sobre la primacía de la sede toledana. BNE, ms. Vitr/15/5, f. 18v (año 1253)

Quizás el testimonio de Ibn Bassām nos pueda dar una pista de por qué don Rodrigo insertó su historia acerca de la profanación de la mezquita de Toledo en su crónica. Gracias al relato del cronista andalusí podemos sospechar que no todos los nobles cristianos estaban de acuerdo con la forma en la que las mezquitas —o, al menos, las más simbólicas de entre ellas— se estaban convirtiendo en iglesias. Puede que algunos lo vieran con malos ojos y que hicieran ver al rey Alfonso los inconvenientes que podían conllevar tales acciones si lo que se deseaba era, no sólo mantener la alianza con algunos príncipes musulmanes, sino atraer a más aliados musulmanes al campo cristiano. Y puede que en tiempos del rey don Fernando III se dieran debates semejantes, de los cuales no ha llegado hasta nosotros ningún testimonio explícito.

Hay que tener en cuenta que don Rodrigo escribe su Historia en el momento álgido de la expansión castellano-leonesa por el valle del Guadalquivir, y que ese avance se produce en buena medida gracias al apoyo de una serie de príncipes musulmanes que se someten al vasallaje de don Fernando. Hay que tener en cuenta también que en 1236 se toma Córdoba, ciudad de la mezquita que, en palabras del propio don Rodrigo, “aventaja en lujo y tamaño a todas las mezquitas de los árabes” (Historia Gothica, IX, xvii). El arzobispo, de hecho, se detiene a describir la forma en la que, en su nombre, la gran mezquita fue convertida en iglesia, pasando así a ser sufragánea del arzobispado de Toledo. Es posible que la conversión en iglesia de la más emblemática de las mezquitas de al-Andalus no se realizara sin discusión, teniendo en cuenta que, como decimos, al lado del rey Fernando luchaban varios líderes musulmanes. ¿Podía un acto así soliviantar a los aliados? No sería extraño que este tipo de pregunta circulara por la corte del rey castellano-leonés. Puede ser que, por ello, como respuesta, y con la mente puesta en futuras conquistas en las que, de nuevo, podía surgir la cuestión, don Rodrigo decidiera contar una historia ejemplarizante de cómo un día, hacía muchos años, en tiempos del rey don Alfonso VI, los musulmanes de Toledo no sólo no se soliviantaron cuando vieron su mezquita convertida en iglesia, sino que, muy al contrario, aceptaron su situación subordinada y, con lágrimas en los ojos, dieron gracias por ello.

Si hemos de creer lo que dice la Crónica latina de los reyes de Castilla (pp. 98-99), lágrimas también hubo entre los musulmanes de Córdoba cuando vieron la cruz en lo alto del alminar de su mezquita. La ciudad había sido entregada por tratado y, según la misma Crónica, la integridad de la mezquita fue una de las preocupaciones centrales de Fernando III cuando accedió a negociar, pues el rey deseaba preservarla tal y como estaba —deseo que las generaciones siguientes no respetaron, por cierto—. Sin embargo, no es probable que deseara mantener, ni mucho menos, el culto islámico en ella. De hecho, según la misma Crónica, ordenar que se colocara esa cruz en lo alto del alminar fue una de sus primeras medidas al entrar en la ciudad.

Lo cierto es que tampoco habría tenido demasiado sentido mantener el culto islámico cuando la población musulmana había abandonado la ciudad y la mezquita había perdido su sentido práctico como templo musulmán. Sin embargo, su significado simbólico seguía estando ahí —como sigue estándolo hoy para muchos musulmanes—, y no sería extraño que entre los que lloraron aquel día estuvieran los musulmanes que lucharon al lado de don Fernando, y que le acompañaron cuando entró en la ciudad. No sería extraño tampoco que hubiera miedo entre algunos nobles cristianos ante la reacción que los aliados musulmanes podían tener tras aquello. Una historia como la de la furia del rey Alfonso podía venir muy bien en ese contexto. Podía ayudar a legitimar acciones como ésa, que —era de esperar—, se repetirían en el futuro. Y, a la vez, podía ayudar a subrayar una idea muy vinculada al relato: que los musulmanes tenían un sitio bajo el gobierno de los reyes cristianos, pero que ese lugar debía ser siempre uno de sumisión y servidumbre, tal y como establecía la costumbre en Castilla. Debían vivir tal y como los cristianos habían vivido bajo dominio islámico —un paralelismo éste que don Rodrigo siempre tuvo muy presente—.

Detalle de la fachada de la Catedral de Toledo. Foto: Fernando Bravo.

Por supuesto, aquí nos estamos moviendo en el terreno de la pura especulación. Lo cierto es que no hay forma alguna de verificar esa interpretación. Podríamos, como mucho, darle cierta solidez si encontráramos algún otro testimonio independiente que resultara coincidente. Pero, aún así, lo cierto es que, aunque consiguiéramos llegar a la interpretación correcta, nunca podríamos estar totalmente seguros, al no existir forma alguna de verificarla. No podríamos hacerlo aunque el propio don Rodrigo resucitara para decirnos lo que tenía en mente –¿deberíamos creerle? Así que, desde luego, otras interpretaciones podrían ser igualmente plausibles.

Se ha propuesto, por ejemplo, que la historia de la furia del rey Alfonso podría ser la forma que habría encontrado don Rodrigo de preservar el honor de uno de los grandes héroes de su Historia. Gracias a ese relato, el rey se vería libre de la vergüenza de haber conculcado los términos del acuerdo establecido con los musulmanes de Toledo. Echar la culpa de la profanación al arzobispo y a la reina sería una forma culpar a dos francos que no sabían cómo se trataba en Castilla a los musulmanes que se habían sometido mediante tratado.

Sin embargo, lo cierto es que en su Historia don Rodrigo parece identificarse mucho con su predecesor en la sede arzobispal: ambos eran extranjeros en Castilla, ambos habían tenido que luchar por la primacía de Toledo, ambos se habían encontrado con la oposición del clero local, ambos habían tenido que soportar los desmanes de un legado pontificio irrespetuoso y ambos habían luchado, junto a sus reyes, en la guerra contra los musulmanes. De hecho, en cierto sentido, don Rodrigo podía verse como un continuador de la labor de don Bernardo: éste había consagrado la mezquita como iglesia y don Rodrigo venía ahora a culminar su labor destruyendo lo que quedaba del templo islámico y situando en su solar una catedral de estilo francés. Podría ser incluso que la historia de la furia del rey Alfonso fuera una leyenda local hábilmente utilizada por don Rodrigo para acallar a los toledanos descontentos con la decisión de construir la nueva catedral sobre la vieja mezquita. Debe tenerse en cuenta que, según Linehan, parece que la población mozárabe —que en época de Jiménez de Rada aún disfrutaba de gran poder en la ciudad, y especialmente en el cabildo catedralicio— consideraba que la verdadera catedral de la ciudad debía ser la iglesia de Santa María de Alficén.

Sea como fuere, la interpretación de este pasaje de la obra de don Rodrigo Jiménez de Rada —como, en general, la interpretación de toda su obra; de cualquier obra— seguirá dando lugar a debate y controversia. Cada generación, cada historiador, le planteará nuevas y viejas preguntas al texto y obtendrá de él respuestas viejas y nuevas. Pero lo más seguro es que tengamos que conformarnos con nuestra ignorancia.


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