¿Qué criterios se han de seguir para establecer un nexo verificable entre un plato andalusí y otro español?
Manuela Marín
De muchos platos actuales de la cocina española se dice, con mayor o menor fundamento, que son de origen árabe. En esto los dulces se consideran emblemáticos, pero no falta quien afirme con aplomo que también tenían ese origen la paella o las migas, sin aducir otros argumentos que la introducción del cultivo del arroz en la península ibérica en época andalusí o que en la cocina tradicional árabe hay un plato que se hace con migas de pan (el tharid). ¿Qué criterios se han de seguir para establecer un nexo verificable entre un plato andalusí y otro español?
Arabismos y prácticas culinarias: la cazuela mojí
A grandes rasgos: uno de esos criterios es, obviamente, la presencia de un arabismo para denominar un plato hispánico. En su Diccionario de arabismos y voces afines en iberorromance, Federico Corriente registra 31 voces de esta clase. Entre ellos, predominan en efecto los dulces, pero también hay confecciones de cereales, carne, pescados, huevos y verduras, así como salsas, todo lo cual atestigua un proceso de contacto e hibridación entre tradiciones culinarias andalusíes y españolas. Bien es verdad que, como ocurre con los arabismos de otros campos semánticos, también en éste hay una proporción de términos que han ido desapareciendo del habla común; otros se conservan únicamente en determinadas regiones, mientras que el repertorio de los aún en uso de forma más general no es muy amplio (por ejemplo, albóndiga, alboronía, alfajor, almíbar, almodrote, escabeche, fideos, gachas, mojama o moraga). De alguno de estos arabismos, tanto los que se han ido perdiendo como los conservados en uso, se tiene además otra constancia documental: la existencia de recetas con ese nombre en los recetarios de cocina de al-Ándalus y el Mágreb medieval o, en algún caso, su mención en textos de otro carácter (históricos, literarios, etc.).
Las recetas que denominan estos arabismos han podido cambiar con aportaciones de otras culturas culinarias o debido a otras circunstancias: así, el plato de berenjenas al-buraniyya (“alboronía” o “boronía”), no llevaba naturalmente ni tomates ni pimiento, pero los adquirió cuando el consumo de estas hortalizas traídas de América se fue generalizando en España; en sentido inverso, cuando el plato emigró allende el Atlántico, se convirtió, como lo es hoy en Colombia, en una combinación de berenjenas y plátano.
Los arabismos no son el único indicio de que se haya producido un trasvase de prácticas y técnicas culinarias desde la cultura andalusí hasta la castellana medieval primero, y más tarde hacia la primera Edad Moderna hispánica. También se pueden documentar platos que, sin llevar un nombre de origen árabe, utilizan procedimientos culinarios característicos de la cocina andalusí. Es éste un camino más complejo; no basta con comprobar que un plato determinado lleva muchas especias o los dulces se hacen con muchas almendras, que son los criterios más comunes utilizados por los gastrónomos aficionados para encontrar la “herencia árabe”. Hay que tratar de reconocer procedimientos que, no sólo sean similares, sino que contengan elementos de indudable o muy probable procedencia andalusí. A veces, los recetarios españoles facilitan la tarea, como cuando el Mestre Robert (siglo XVI; en la versión castellana de su obra, Ruperto de Nola), califica dos de sus recetas como “a la morisca”.
Se da la circunstancia de que en ambas recetas se usa una técnica típicamente andalusí, que se seguirá utilizando luego, en la cocina española, hasta por lo menos la primera mitad del siglo XVII, como puede comprobarse en el recetario del cocinero real Francisco Fernández Montiño. Voy a recomponer la historia de esta técnica culinaria desde su aparición escrita en el siglo XIII, en el recetario del murciano Ibn Razin al-Tuyibi (m. 692/1293).
En varias recetas de berenjenas del libro de cocina de Ibn Razin, una vez llegada la confección del plato a su fase final, se da el siguiente paso:
“Cuando el aceite está caliente, pones las berenjenas a freír, dándoles la vuelta para que se hagan y se doren. Las sacas y las pones en la olla con el caldo, después de retirar los dientes de ajo y los pedazos de cebolla. Dejas que cueza y después pones yemas de huevo; cuando estén cuajadas, coges huevos y los bates con migas de pan y especias. Con esto encostras lo que está en la olla. Retiras el fuego de debajo y la dejas sobre el rescoldo para que se temple. Lo sirves en una fuente y le espolvoreas pimienta y canela”.
Con muy pocas variantes, este procedimiento —cubrir el plato ya casi hecho con huevos que han de cuajarse sobre lo guisado con anterioridad— se da en otras siete recetas de berenjenas, pero también en numerosas recetas de carne, con verduras o sin ellas. Puede afirmarse que esta forma de rematar un plato es una de las características del estilo culinario descrito por Ibn Razin que, como es sabido, hace notar en la introducción de su obra que su intención al componerla ha sido reunir recetas de la cocina de al-Ándalus. Aunque el libro de Ibn Razin contiene muchas recetas de lo que podría llamarse un “estilo oriental”, es cierto que hay otras tantas que se distinguen por el uso (o no) de determinados ingredientes o, como en este caso, por emplear una técnica como la de “encostrar” o cuajar un plato con huevos.
En el siglo siguiente, una fórmula muy similar aparece en el Llibre de Sent Soví, el recetario más antiguo escrito en una lengua romance en la península ibérica, datado en 1324. En el texto editado por Rudolf Grewe (que es la versión más larga de los dos mss. conservados; p. 122 y 151), hay dos recetas de carne en las que, al término de la cocción, se añade una salsa de huevos batidos con vinagre o agraz; el resultado no debía de ser muy diferente del obtenido por Ibn Razin.
Uno de los recetarios más conocidos y que tuvieron más difusión en España fue también catalán y compuesto por un personaje casi desconocido, el ya citado Mestre Robert. Su Llibre del Coch (1520), contiene una receta de “berenjenas a la morisca” que se corona con yemas de huevo batidas con agraz; con el mismo procedimiento se trata a las calabazas en otras dos recetas, una de ellas también calificada de “morisca” (p. 56-58). Estas mismas recetas se reproducen en la traducción castellana, que con el título de Libro de guisados y la autoría de Ruperto de Nola (el mismo Mestre Robert castellanizado y con apellido) se publicó en Toledo en 1525; ambas versiones conocieron varias reediciones a lo largo del siglo XVI.
La traducción castellana del Llibre del Coch contiene algunas recetas que no se hallan en el original catalán. Una de ellas es la que reproduzco a continuación:
“Cazuela mojí. Tomar las berenjenas no muy grandes ni muy pequeñas, sino medianas; y abrirlas por medio y echarlas a cocer con su sal, y desque estén bien cocidas escurrirlas con un paño que sea basto; y después picarlas mucho y echarlas en una sartén o cazo y échale buena cosa de aceite; y tomar pan y rallarlo y tostado, echárselo allí dentro y echarle queso añejo rallado y desque esté buen rato traído sobre la lumbre, tener molido culantro seco, alcaravea y pimienta y clavos; y un poquito de gingibre, y traerlo sobre la lumbre y échale allí unos huevos; y traerlo sobre la lumbre hasta que esté duro y después tomar una cazuela, y echarle un poquito de aceite; y asentarlo en ella, y batir unos huevos con pimienta y azafrán y clavos, y del mismo pan tostado que lleva dentro la cazuela y de queso rallado; y hacerlo espeso y asentarlo encima a manera de haz y ponerle sus yemas y cuajarlo en el horno con una cuajadera, que es cobertera de hierro con brasa encima; y desque esté cuajada, quitarla de la lumbre y echarle una escudilla de miel que sea muy buena por encima y su pólvora duque. Esta misma cazuela se puede hacer de acelgas o zanahorias.
Nola, Libro de guisados, p. 121-122
La receta resulta a veces de difícil seguimiento; pero la fase final se describe con exactitud y se sitúa en la misma técnica utilizada por Ibn Razin y los recetarios catalanes, pero con una novedad que repetirá algún recetarios posterior: la utilización de un utensilio como la cuajadera, que describe, y cuyo uso habría de contribuir a completar y dorar el cuajado final.
Esta receta del Libro de guisados lleva un nombre: cazuela mojí. Con esta apelación se refuerzan los indicios que se han ido mostrando sobre el origen andalusí de esta técnica culinaria. El arabismo mojí (del árabe clásico mahshu, a través del andalusí muhshí) califica a un plato bien documentado, tanto en los recetarios españoles de los siglos XVI-XVII como en la literatura, donde, sin ir más lejos, es mencionado por Cervantes en Los baños de Argel: en la jornada segunda de esta obra, una cazuela mojí es el objeto de una escena cómica entre los personajes de un judío y un sacristán que disputan por ella; como situada en una ciudad islámica, la escena acentúa el carácter andalusí del plato, pero al tiempo lo convierte en seña de identidad de moriscos y judíos. Por cierto, lo mismo ocurre en otra obra de Cervantes situada igualmente en un entorno islámico: La gran sultana. Allí, se dota de un simbolismo similar a la alboronía, que tiene el mismo papel desencadenador de una situación cómica: uno de los personajes, el cautivo Madrigal, gasta una broma malintencionada a unos judíos, al echar un tocino en una cazuela de alboronía que habían preparado, e inutilizar así el guiso para su consumo. También aquí tienen su parte los musulmanes: el origen del tocino está en unos jenízaros que habían cazado un jabalí y lo habían vendido “a los cristianos de Mamud Arráez, / de los cuales compré de la papada / lo que está en la cazuela sepultado” (Jornada primera, v. 435-437).
Volvamos a la cazuela mojí. Se encuentra de nuevo este término en una famosa retahíla con la que la Lozana Andaluza exhibe los conocimientos culinarios que le había transmitido su abuela. Entre otros varios platos de raigambre andalusí, no falta en esa lista la “cazuela de berenjenas mojíes”, bien acompañada por las cazuelas moriscas, la alboronía, las rosquillas de alfajor, las talvinas o las zahínas: un retrato minucioso de la gastronomía cordobesa del Renacimiento (Francisco Delicado, La lozana andaluza, mamotreto II). Por último, no está de más recordar la definición de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611): “moxí: cierto género de cazuela, de que usaban los moros”.
Delicado murió en 1535; Cervantes, en 1616. Sus obras documentan la continuidad en el consumo de unos platos cuyos nombres y composición proceden de la tradición andalusí. Aunque Cervantes, en los dos ejemplos mencionados, hace conectar este consumo con poblaciones de origen judío, en ningún momento sugiere que les sea exclusivo ni que los cristianos no coman unos platos que pertenecían, incluso, al repertorio de las élites españolas de su época.
Así se comprueba en dos recetarios de la primera década del siglo XVII: el de Domingo Hernández de Maceras (Libro del Arte de Cozina, Salamanca, 1607) y el de Francisco Martínez Montiño (Arte de cocina, pastelería, vizcochería (sic), y conservería, Madrid, 1611). El autor del primero fue, según afirma, cocinero del Colegio Mayor de Oviedo, de la Universidad de Salamanca; el del segundo lo fue de Felipe III y Felipe IV en el alcázar madrileño. Ambos recetarios describen, por tanto, las posibles pautas de consumo y prácticas culinarias de grupos sociales privilegiados, que se caracterizan por la abundancia y variedad de los ingredientes utilizados y por la complejidad de las preparaciones a que se les somete.
Hernández de Maceras sigue de cerca, resumiéndola mucho, la receta de Ruperto de Nola, a la que llama “cazuela mongil”; quizá por su proximidad al ámbito eclesiástico en el que se movía, quizá porque el adjetivo “mojí” le era desconocido y lo trasladó a otro que se le parecía fonéticamente y que le parecía tener más sentido. Junto a esta receta, aparecen otras muchas en este libro de cocina salmantino, que siguen el mismo procedimiento en la fase final de su elaboración y que se llaman, por ello, “cazuelas cuajadas”; en una ocasión se refiere a este proceso, al término de un plato de livianos (pulmones de res), para decir que “se encostra con huevos” y luego se le pone azúcar por encima; por cierto que añade que es un plato muy regalado para un banquete.
Hernández de Maceras también recomienda el uso de la cuajadera, aunque sin nombrar este utensilio y limitándose a prescribir que la cazuela debe tener fuego por debajo y por encima. Estas cazuelas cuajadas se elaboran, en sus recetas, con ingredientes varios: las hay de carne, de pescado y de verduras.
El recetario de Martínez Montiño, que tuvo una gran difusión editorial, recoge una serie de recetas que proceden de la tradición andalusí y morisca. Entre ellas está la “cazuela mogí” de berenjenas, que también puede hacerse, añade al final, con carne o con alcachofas; una vez que se han puesto por encima del guiso los huevos batidos, la receta de Montiño indica que se ha de hacer “una costra” en el horno.
Como en el recetario de su predecesor, el de Martínez Montiño contiene alguna otra receta de cazuelas cuajadas que siguen el mismo procedimiento y que pueden hacerse con albondiguillas en un caso y con calabazas en el otro. No hay recetas de dulces que lleven ese nombre en los recetarios de los siglos XIV-XVII, pero en la actualidad se hace, en Almuñécar, un dulce llamado “cazuela mohina”, confeccionado a base de pan remojado en leche, almendras y canela, lo que le acerca más a las torrijas que a su posible antecesor andalusí. Este sí que parece haberse conservado en Cuba, donde la “cazuela mojina” es una “torta cuajada, hecha en cazuela, con queso, pan rallado, berenjenas, miel y otras cosas”.
Parece muy dudoso que los autores de estos recetarios hubieran tenido acceso a la obra de Ibn Razin, redactada en árabe y conservada en forma de manuscrito. Pero la relación entre todas las recetas de “encostrados” o “cazuelas cuajadas” parece innegable, y su traslado desde el mundo andalusí al cristiano pudo hacerse a través de las prácticas culinarias de mudéjares y moriscos, tan bien reflejadas en la lista de platos de la Lozana o en la aparición de recetas como el alcuzcuz en la obra de Martínez Montiño. Esas prácticas se incorporaron sin dificultad al repertorio de la cocina clásica española, como lo hicieron también otras recetas portuguesas, italianas o inglesas.
¿Una variante de la cazuela mojí? La capirotada
Al hilo de la búsqueda sobre los testimonios acerca de la cazuela mojí, surgió otro término que, en un principio, podría denotar parentesco con ella, no por su nombre sino por su definición, tal como la da Sebastián de Covarrubias:
“Cierta clase de guisado, o sobrehusa, id. est, sobrefusa, que se hace de ajos, azeyte y queso y huevos, yervas y otras cosas: la cual se echa encima de otro guisado, que va debajo; y porque lo cubre a modo de capirote, se dijo capirotada. Es manjar de gente rústica, aunque los cortesanos la comen con otra temperatura, sin la acrimonia del ajo, ni la pesadumbre del queso”.
Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana, primera parte, f. 134r.
La relación con la cazuela mojí parece evidente, pero la consulta de los recetarios españoles que se han venido citando muestra que las coincidencias recubren diferencias notables entre ambos platos.
El Diccionario de Autoridades (1726-39) recoge, en su segundo volumen, la definición de Covarrubias. Y añade otra referencia, a la Historia natural y moral de las Indias (1590), del jesuita José de Acosta. En efecto, Acosta menciona (p. 119) un pan que se hace en las Indias y que se llama “cazabi”, extraído de “cierta raíz que se llama yuca”; los primeros colonos españoles en América, ante la falta de harina de trigo, recurrieron al pan que se conoce como “casabe”, y que había sido parte fundamental de la alimentación en época prehispánica. Acosta explica que “es necesario humedecer el cazabi para comello porque es áspero y raspa: humedécese con agua o caldo fácilmente, y para sopas es bueno porque empapa mucho, y así hacen capirotadas dello”.
De esto se deduce que había una versión de la capirotada que, tal como afirma Covarrubias, era propia de gente rústica: consistía en empapar pan, probablemente duro, con un líquido que lo ablandase, añadiéndole yerbas, ajos, huevos, o lo que se tuviera más a mano: no estamos lejos, ni de la hoy llamada “sopa castellana” ni de las torrijas.
A finales del siglo XVI, en 1599, se publicó en Madrid el Libro del arte de cozina, del prácticamente desconocido Diego Granado, que copió gran parte de sus recetas del Mestre Robert y del recetario del cocinero italiano Bartolomeo Scappi (y se presentaba como oficial de cocina de la corte, extremo que no ha podido ser comprobado por la investigación actual). Contiene esta obra varias recetas de capirotada, de muy variada composición, pero en casi todas el pan tiene relevancia, y en alguna el plato se organiza en capas alternas de pan y carnes asadas. En la “capirotada común” se echa por cima de las carnes asadas una mezcla de queso, majado con ajos hervidos, yemas de huevo, azúcar, caldo de pollo y especias, que recuerda muchas de las recetas que se han ido viendo hasta aquí. Pero lo que más interés tiene, en esta obra, es la aparición de una capirotada dulce: se trata de unas “sopas doradas, dichas vulgarmente capirotada, para día de Cuaresma”, en la que se alternan rebanadas de pan con capas de un dulce hecho con azúcar, almendras, pasas, canela, etc.
Por su parte, la capirotada que describe Martínez Montiño no puede decirse que correspondiera a la “gente rústica” a la que alude Covarrubias: se trata de una receta con gran cantidad y variedad de carnes asadas, que se van alternando con “torrijas de pan” y se cubren luego con un caldo con huevos batidos, queso, y otros ingredientes (este es un brevísimo resumen de una receta larga y compleja, como sólo podían ser los manjares servidos en las mesas palaciegas).
Covarrubias identifica la capirotada con la sobrehúsa, confección que hoy se conserva en partes de Andalucía; aunque el DEL la identifica únicamente con la versión que se da en Cádiz, hay otras, especialmente en Granada y Almería, que no son de pescado, como allí, sino un guiso de habas que se hace con huevos por encima… aunque no siempre. La conexión con la capirotada y la cazuela mojí es más bien semántica: sobrehusa viene del latín superfusa, “derramada por encima” (DEL), como lo son los huevos batidos, o las salsas con huevos, caldo, y otros ingredientes, que se usan para terminar la capirotada y la cazuela mojí.
Las “sopas doradas” de Diego Granado parecen haber sido transferidas allende el Atlántico, donde sigue consumiéndose en México, con el nombre de capirotada, un dulce muy popular en tiempo de Cuaresma. Esta capirotada trasatlántica se hace con pan de trigo, de manera que su origen sólo pudo estar en los españoles que allí llegaron y tuvieron que usar pan de harina de yuca para sus propias capirotadas hasta que se empezó a cultivar trigo en América. Las rebanadas de pan (o torrijas) se cocinan con frutas y frutos secos, todo ello cubierto por un jarabe de azúcar mezclado con queso.
No puede afirmarse con rotundidad que la capirotada fuera una variante de la cazuela mojí, y ni siquiera que hubiera una relación de “parentesco” entre ambos platos. Lo que sí se observa son coincidencias que remiten a unas tradiciones culinarias compartidas: lo que desde Ibn Razin se consigue cuajando el plato con una cubierta de huevos batidos, se convierte en la capirotada y sus diversas adaptaciones en una fórmula para hacer sopas de pan – en la versión más humilde- o en un caldo espesado con huevos y otros ingredientes para dar cremosidad al conjunto del plato, cuya base, como en los recetarios cortesanos, son carnes de toda clase.
Gracias a este recorrido por recetarios árabes e hispánicos se ha podido comprobar la existencia de una técnica culinaria practicada en al-Ándalus y que gozó luego de una larga vida en los territorios peninsulares. Los recetarios árabes compuestos en otras regiones del mundo árabe-islámico entre los siglos X y XV no utilizan ese procedimiento, que puede considerarse por ello como específico de la cultura culinaria de al-Ándalus. Aunque no se puede probar la conexión directa entre la obra de Ibn Razin y los recetarios hispánicos, parece lógico concluir que las “cazuelas cuajadas” de estos últimos proceden de las descritas en el siglo XIII por el sabio murciano.
Una nota final nos conduce a la consideración del texto de Francisco Delicado como documento histórico. En su edición de La Lozana Andaluza (Madrid, 1985), Claude Allaigre interpreta la lista de las habilidades culinarias de su protagonista como un indicio evidente de la adscripción del personaje y sus saberes gastronómicos al mundo judeoconverso. A pesar de la abundancia de arabismos en ese texto de Delicado, Allaigre los pasa por alto; pero sí llama la atención, en nota, sobre tres términos: los hormigos, de los que dice que “preparar los hormigos con aceite era de judíos o conversos”; la boronía (los platos a base de berenjenas también se consideraban como propios de los judíos; cita para ello el Cancionero de obras de burlas – Valencia, 1519) y, finalmente, la cazuela mojí, plato que “normalmente lleva berenjenas”, por lo que “la redundancia puede ser involuntaria, pero también cabe interpretarla como insistencia sobre el ya mencionado rasgo converso”.
La “ceguera” de Claude Allaigre respecto a la cultura andalusí y su prolongación en lo morisco es verdaderamente llamativa. Otros investigadores posteriores, como Monique Joly, se dieron cuenta —como ya lo había hecho Fernando de la Granja en su estudio de la obra de Ibn Razin— de que la lista de platos de la Lozana pertenece claramente a la cocina de raíz andalusí (que inevitablemente, por otra parte, concernía tanto a poblaciones musulmanas como judías). En 1960, Granja se refería a “el delicioso texto (y éste sí que es bien morisco) de la Lozana Andaluza, en que todos los platos de que habla, con nombres árabes o cristianos, aparecen en la Fadala”, es decir, en el recetario de Ibn Razin (la primera parte de cuyo título árabe se transcribe actualmente como Fudala).
Conviene, no obstante, recordarlo: la autoridad de Allaigre como editor de la Lozana y especialista acreditado en literatura española del siglo de oro ha hecho que se repita su apreciación, y que se reclame el carácter judeoconverso de una tradición culinaria propia de al-Ándalus y que se perpetuó entre los moriscos. Que los judíos conversos participaran de esa tradición es, no sólo posible, sino muy probable; pero el texto de la Lozana juega, aquí como en otros lugares de la obra, con la ambigüedad de la pertenencia a una u otra comunidad religiosa y cultural. Las berenjenas que aduce Allaigre como signo seguro de plato propio de los judíos lo eran también de los moros (como se llamaba usualmente a los moriscos), y de ello da prueba otra vez Cervantes, al poner en boca de Sancho una sentencia definitiva: “por la mayor parte he oído decir que los moros son amigos de berenjenas” (Don Quijote, segunda parte, capítulo 2). En cuanto a los hormigos, se trata de la traducción castellana de un término andalusí (zabzin) que emplea Ibn Razin para nombrar una receta de cereales; la traducción es la que da Pedro de Alcalá a comienzos del siglo XVI. En su versión actual, los hormigos son una especie de gachas que se hacen en la región de Lorca y en Andalucía oriental con gran abundancia de tocino, morcillas y chorizos, alimentos que lógicamente no debían de figurar en el zabzin de andalusíes, mudéjares o moriscos. Tanto ellos como los judíos preferían, naturalmente, condimentar o guisar con aceite, y así lo hacía también la Lozana andaluza cuando sus compañeras, para averiguar si es conversa, dudan entre pedirle que les haga un alcuzcuz o unos “hormigos torcidos”; la clave está en saber si los hará con agua o con aceite. A la petición de los hormigos, la Lozana responde rauda: “¿Y tenéis culantro verde? Pues dejá hacer a quien, de un puño de buena harina y tanto aceite, si lo tenéis bueno, os hará una almofía llena, que no los olvidéis aunque muráis”.
También el cilantro/culantro era un ingrediente distintivo del gusto andalusí y por eso precisamente se fue perdiendo su uso en la cocina española, sustituido por el perejil (éste, por el contrario, muy poco utilizado por los andalusíes). En la respuesta de la Lozana, el cilantro es tan revelador como el aceite de una tradición de guisos marcados por los referentes culturales y religiosos de la sociedad andalusí; y el uso de un arabismo como almofía acentúa el carácter de un personaje ambivalente, situado en entornos diversos y de identificación múltiple. La opción que planteaban las mujeres no es menos significativa, en tanto que la identidad de la Lozana podría adivinarse por los hormigos o por el alcuzcuz: tanto judeoconversa como morisca, la Lozana transita con naturalidad por niveles interconectados de alusiones y significados velados.
Fuentes:
- Acosta, José de, Historia natural y moral de las Indias, ed. Fermín del Pino-Díaz, Madrid, 2008.
- Cervantes, Miguel de, Los baños de Argel, ed. Florencio Sevilla Arroyo.
- Id., La gran sultana, ed. Florencio Sevilla Arroyo.
- Covarrubias Orozco, Sebastián de, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, 1611.
- Delicado, Francisco, La lozana andaluza, Madrid, 1984.
- Diccionario de Autoridades, Madrid, RAE, 1726-1739.
- Granado, Diego, Libro del arte de cozina, Lérida, 1614.
- Hernández de Maceras, Domingo, Libro del Arte de Cozina, Salamanca, 1607.
- Ibn Razin al-Tuyibi, Relieves de las mesas, acerca de las delicias de la comida y los diferentes platos, trad. Manuela Marín, Gijón, 2007.
- Llibre de Sent Soví (receptari de cuina), ed. Rudolf Grewe, Barcelona, 1979.
- Martínez Montiño, Francisco, Arte de cocina, pastelería, vizcochería (sic), y conservería, Madrid, 1611.
- Mestre Robert, Libre del Coch. Tractat de cuina medieval, ed. Veronika Leimbruger, Barcelona, 1982.
- Nola, Ruperto de, Libro de Guisados, ed. Dionisio Pérez, Madrid, 1929.
Para ampliar:
- Allard Dromer, Jeanne, “La cuisine espagnole au siècle d’or”, Mélanges de la Casa de Velázquez, XXIV (1988), 177-190.
- Corriente, Federico, Diccionario de arabismos y voces afines en iberorromance, Madrid, 1999.
- García Martín, Josefa, “Los guisos de La Lozana Andaluza: la cazuela mojí”, Alcazaba, 9-11 (2012), 19-31.
- García Sánchez, Expiración, “La gastronomía andalusí”, El zoco. Vida económica y artes tradicionales en al-Andalus y Marruecos, Barcelona, 1995, 49-57.
- Granja, Fernando de la, La cocina arábigoandaluza según un manuscrito inédito, Madrid, 1960.
- Joly, Monique, “A propósito del tema culinario en La Lozana andaluza”, Journal of Hispanic Philology, XIII (1989), 125-133.
- Marín, Manuela, “From al-Andalus to Spain: Arab Traces in Spanish Cooking”, Food and History, 2/2 (2004), 35-51.
- Pérez Samper, María Ángeles, Comer y beber. Una historia de la alimentación en España, Madrid, 2019.