Diferentes príncipes y notables andalusíes perpetuaron su memoria a través de enterramientos señalados o de rituales de recuerdo asociados a sus lugares de reposo eterno. Sin embargo, al contrario de lo que ocurre en otras partes de mundo islámico medieval, aquellos vestigios funerarios, en general, ni fueron monumentales ni se han conservado en pie. Veamos si, en realidad, al-Andalus fue una tierra diferente en relación a estas prácticas en el contexto islámico
J. Santiago Palacios Ontalva
Universidad Autónoma de Madrid
La memoria funeraria se puede evocar a través de muy distintos elementos arquitectónicos, escultóricos, epigráficos, narrativos, historiográficos, hagiográficos, o se puede, por supuesto, recordar a los desaparecidos a través de la visita ritualizada a sus tumbas y a los cementerios donde reposan sus restos. De todas esas posibilidades, no cabe duda que son las sepulturas, mausoleos y cementerios los escenarios más adecuados para la conmemoración; lugares simbólicos que por su carácter pueden convertirse en polos de atracción de peregrinos, adeptos o simplemente curiosos conducidos por la evocación de personajes revestidos de algún especial protagonismo pasado; en definitiva, espacios destinados a la memoria de los difuntos.
Pero, qué personajes merecieron esos honores, dónde recibieron sepultura y qué características tuvieron estos lugares, cómo se garantizó el recuerdo y la memoria de aquellos difuntos notables, o por qué en al-Andalus son más significativas las contradicciones entre las limitaciones normativas que impone el islam en torno a edificar o venerar tumbas y la práctica real de los creyentes; y también cuáles las razones que explican la escasez de testimonios materiales de esa memoria de los difuntos en el territorio peninsular. Tratemos de dar respuesta a estas cuestiones en las siguientes líneas.
Príncipes y notables
Pese a que en el islam subyace la idea de cierta igualdad de todos los creyentes, desde sus orígenes hubo musulmanes merecedores de una consideración especial en vida, en función de su género y condición jurídica por ejemplo, y también después de su tránsito por el mundo, de lo que dan testimonio muchos monumentos sepulcrales. Los familiares del Profeta y sus primeros compañeros, los llamados ṣahāba, formaban parte de este inicial grupo de musulmanes merecedores de un lugar de reposo eterno privilegiado, y sus tumbas se localizan por todo el mundo islámico medieval, incluido el recuerdo del improbable enterramiento de dos de ellos en Zaragoza, sobre cuyas tumbas se discutió si construir o no algún tipo de mausoleo conmemorativo, idea que finalmente fue descartada a partir de la revelación onírica que vivió una piadosa mujer.
Por supuesto, los descendientes de ‘Alī, de los imames šī‘íes y de la «gente de la Casa» contaron con lugares de reposo eterno señalados por todo el oriente islámico. Y la visita a los monumentos funerarios dedicados a los profetas reconocidos en la tradición bíblica y coránica pronto cristalizó también en rituales y centros de culto importantes, dedicados a Abraham, Set, Noé o Zacarías, pese a las prescripciones atribuidas al propio Muḥammad para limitar la veneración de aquellos santuarios.
En cualquier caso, los enterramientos de los que conservamos más noticias y referencias en al-Andalus fueron los de diferentes soberanos islámicos peninsulares, empezando por los emires y califas omeyas, aunque su cementerio dinástico no tuviera una relevancia especial ni haya sido identificado todavía con absoluta precisión. Sabemos, eso sí, que era llamada rawḍa o turbat al-Julafā’, y que el mausoleo estaba situado, según las escasas referencias que tenemos, en el interior del alcázar de Córdoba. Ahora bien, el poco interés que las fuentes textuales dedican a las exequias de estos monarcas, así como la supuesta simplicidad de las fosas donde reposaron sus cuerpos, parecen significar que no se trataba de monumentos relevantes.
Contamos también con referencias a los panteones de algunas dinastías de reyes de taifas, así como la evidencia de epitafios de algunos de aquellos gobernantes. Recientemente se ha excavado e identificado el mausoleo de los reyes de la taifa de Murcia, con un oratorio asociado, aparecido en el alcázar de la ciudad, concretamente en las inmediaciones de la iglesia de san Juan de Dios. Y es bien conocido que los Banū Naṣr de Granada contaron, por su parte, con dos espacios funerarios de referencia para los miembros de la dinastía, por un lado la antigua Maqbarat al-Sabīka, situada en la colina de la Alhambra, y por otro una rawḍa dentro del recinto de la propia «fortaleza roja», un edificio cuadrangular con varias estancias o camarillas y cuatro pilares centrales que sostendrían una cubierta abovedada, en el que se hallaron las fosas donde descansaron los restos de Muḥammad II (m. 701/1301), Ismā‘īl I (m. 725/1325), Yūsuf I (m. 755/1354) y Yūsuf III (m. 820/1417).
La santidad de algunos musulmanes propició que sobre sus sepulturas se desarrollara algún tipo de culto en honor a su memoria ejemplar. Estos santos podían tener extracción popular, muchos eran sufíes y otros tantos ulemas y doctores prestigiosos por sus conocimientos jurídicos o religiosos distinguidos, en cualquier caso, con semejantes formas de veneración que se concretaba en romerías y rituales asociados a sus tumbas —lo que se conoce como ziyāra—. Buscando recibir su irradiación espiritual, estos santuarios recibían la visita de peregrinos que esperaban la intermediación y baraka del difunto, aunque algunos musulmanes puritanos denunciaron esas prácticas como abusivas y semejantes a la idolatría cristiana en relación a los santos.
No podemos olvidar en esta breve relación a diferentes hombres sabios que podían estar también relacionados con un tipo de santidad o responder a otros elementos de prestigio filosófico, literario, científico o profesional, que recibieron sepultura destacada. Hablamos de maestros y hombres de vida ejemplar, jueces, alfaquíes, jeques, filósofos o poetas cuyo acceso a la santidad popular les procuró reconocimiento post-mortem. Sirva de ejemplo de este grupo la figura de Averroes (m. 595/1198), enterrado en Marrakech y recordado por los peregrinos que seguían la ziyāra dedicada a los santos patronos de la ciudad, aunque parece que su cuerpo fue finalmente transportado a Córdoba, tras reposar apenas tres meses en tierras magrebíes. Ibn ‘Arabī es quien nos informa del trasladado de Averroes al cementerio de Ibn ‘Abbās de Córdoba, donde se erigía el panteón familiar de los Banū Rušd y de otros muchos notables cordobeses, y cuenta que fue transportado significativamente en una bestia en la que iba a un lado su féretro y al otro sus libros, con los que sería enterrado.
Cementerios y sepulturas
Diferentes construcciones específicas y edificios asociados, como mezquitas, palacios, oratorios o madrasas, acogieron los enterramientos de aquellos notables musulmanes. Aunque no siempre es fácil caracterizarlos morfológicamente, y no es el objetivo de este trabajo, las fuentes se refieren a ellos con distintas denominaciones cuyo significado trataremos de concretar.
Uno de los términos más comunes para hablar de cementerios con alguna consideración especial es el de rawḍa (pl. riyāḍ), que literalmente significa «jardín» pero que en este contexto se puede traducir por «panteón» o «sepultura rica», y se refiere a un espacio cementerial privado, generalmente dentro de un complejo áulico, que muchas veces se definía simplemente a través de algún tipo de estructura perimetral. También evocaban el jardín del Paraíso otros términos asociados a construcciones funerarias, como ŷanna y būstān, muchas veces considerados auténticos mausoleos dinásticos o familiares. Qubba (pl. qibāb) es quizá la forma más común con la que las fuentes se refieren a un enterramiento. Literalmente significa «cúpula», y hace referencia a un tipo de mausoleo cubierto por uno de esos elementos constructivos, apenas una estructura arquitectónica abierta o cerrada, situada sobre una tumba, que pudo adquirir a lo largo y ancho del mundo islámico distintas formas, tamaños, riqueza decorativa o entidad artística. La «tumba» sin especificación arquitectónica alguna, es decir la simple fosa independiente de las estructuras superpuestas o anejas, se menciona en las fuentes con el término qabr (pl. qubūr). Y se emplea el nombre de lugar maqbara (pl. maqābir) para referirse, generalmente, a un «cementerio» público. Turba (pl. turab) es otra palabra del campo semántico relacionado con los enterramientos, cuyo significado básico remite a la idea de «tierra» o «polvo», aunque en contextos funerarios se refiera a «mausoleo» o «panteón» destinado a una o varias personas. Carecían, en todo caso, de una forma arquitectónica bien tipificada, y apenas si se puede identificar con un recinto cerrado donde se reunirían los enterramientos de un grupo familiar o colectivo social determinado. Y por último, en el occidente islámico otros lugares referidos en las fuentes como zāwiya, ribāṭ, rābiṭa o monastīr, son términos polisémicos que en ocasiones se refieren también al lugar de enterramiento eminente de algún santo musulmán.
Ritualización del recuerdo a los difuntos
Además de la construcción de estos mausoleos o tumbas destacadas, muy frecuentemente asociadas a otros edificios como mezquitas, oratorios y madrasas, que además se erigían en emplazamientos muy concurridos como las puertas de las ciudades, cabe hablar de una serie de estrategias simbólicas o rituales a través de las que se obtenía la deseada fijación del recuerdo de un difunto particular en la memoria de los vivos. Para ello, los complejos arquitectónicos funerarios acumularon ajuares simbólicos y de prestigio, como hizo Abū-l-Ḥasan en su mausoleo de Chella (Šāla, Rabat), donde se conservaban varios ejemplares del Corán ricamente decorados, y cuya tumba estaba forrada con un fragmento de tela que había formado parte del recubrimiento de la Ka’ba. Aunque, sin duda, como mejor se garantizaba el recuerdo de los difuntos fue a través de la institucionalización de peregrinaciones a dichos monumentos. Nos referimos a romerías o ziyāra-s, que pudieron ser instituidas desde algún poder oficial, pero que acabaron adquiriendo una dimensión espontánea y popular acorde con los deseos de la población de perpetuar el recuerdo o visitar la tumba de gobernantes, sabios, sufíes, compañeros y familiares de Muḥammad, hombres de letras o santos venerados.
En los actos asociados a aquellas peregrinaciones no faltaba la recitación del Corán, oraciones en honor del Profeta o del fallecido, así como la repetición constante de la fātiḥa por parte de los fieles. Se establecían legados píos para mantener el culto en esos santuarios, se celebraban actos de contrición y ofrendas materiales o de velas, eran frecuentes también los repartos de comida o la celebración de banquetes funerarios y, en ocasiones, se asociaban mercados estacionales coincidentes con tales acontecimientos.
En al-Andalus estos actos conmemorativos y peregrinaciones también tuvieron lugar y alguno, pese a la progresiva conquista cristiana, pervivió incluso en los primeros momentos tras la incorporación del espacio andalusí al dominio de las formaciones feudales. Es el caso de la zāwiya de los Sīdi Būna en el valle del Guadalest, cuya romería al santuario de Atzeneta recordaba el enterramiento de un sarraceno considerado profeta, que el monarca aragonés Pedro IV permitió realizar en 1336. O el culto continuado a un sabio musulmán que murió y fue enterrado en el ribāṭ de Gormaz, cuya tumba siguió siendo venerada por los cristianos tras la conquista del lugar.
La particularidad de al-Andalus
Planteábamos al comienzo la posibilidad de que al-Andalus respondiera a ciertas condiciones específicas en relación a la escasa pervivencia de muchos de esos monumentos funerarios, para lo cual hay que empezar llamando la atención sobre otra situación paradójica que en este caso afecta al conjunto del islam. Nos referimos a la aparente contradicción entre las prescripciones de la mayoría de las fuentes de derecho islámico, que recomiendan e incluso prohíben que los sepulcros de los musulmanes se diferencien unos de otros o se veneren, respecto a la realidad material y ritual apreciable en la mayoría de las sociedades islámicas, donde la construcción de mausoleos y el culto a determinados enterramientos principales es práctica habitual.
Son claras las indicaciones directas del Profeta o las reservas legales de los primeros musulmanes y de los juristas de diferentes escuelas, en torno a no diferenciar a través de elementos arquitectónicos u ornamentales las tumbas de los musulmanes. Sin embargo, esos dictámenes no fueron respetados y se detectan numerosas excepciones a las restricciones en este sentido. ¿Cómo explicarlas? En primer lugar, porque los alfaquíes consideraron esas prácticas solo reprobables —makrūḥ—, y no algo completamente prohibido —ḥaram—. Pero hay que tener en cuenta, también, razones de tipo antropológico para entender que las disposiciones legales islámicas tendentes a igualar a vivos y muertos, chocaron a veces con las prácticas sociales locales destinada a preservar la memoria de algunos difuntos a través de monumentos funerarios o rituales de recordatorio. Sin olvidar que muchos gobernantes recurrieron a monumentalizar sus mausoleos familiares, como medio de reforzar simbólicamente su autoridad política o consolidar su legitimidad dinástica.
¿Por qué en al-Andalus, sin embargo, la situación parece ser diferente? En primer lugar, ese particularismo se podría explicar por la adhesión del islam peninsular a la escuela malikí, para cuyos juristas una simple fosa era lo único necesario para enterrar a un hombre. Recordemos también las propias sentencias del fundador de esta escuela, que desaprobaban cualquier tipo de veneración a personas o lugares que recordaran a prácticas preislámicas o semejantes a las de judíos y cristianos. La influencia del malikismo pudo impregnar, por tanto, las costumbres funerarias peninsulares, pero algunas otras evidencias parecen contradecir la imagen de al-Andalus como excepción dentro de su contexto cultural. Por ejemplo que, aunque sepamos poco acerca del cementerio dinástico de los califas omeyas de Córdoba o del de otros importantes linajes andalusíes, a la vez que se documentan las primeras condenas jurídicas, a mediados del siglo IX, contra la erección de monumentos funerarios, nos consta que algunos miembros de la familia omeya y ciertos funcionarios estatales habían erigido sus respectivas tumbas contraviniendo aquellas fetuas. Y las fuentes nos revelan, por otro lado, innumerables noticias de hombres santos, eruditos y notables enterrados por toda la península, aunque las informaciones sean más detalladas y prolijas en relación a las tierras del Levante o del antiguo reino de Granada, lugares donde la conquista y dominación cristiana, con la consiguiente destrucción de aquel legado y su olvido, llegaron más tardíamente.
Es conveniente, por tanto, articular otras explicaciones para explicar el hecho aparentemente paradójico de la ausencia de una memoria ritual y patrimonial del mundo funerario musulmán andalusí. Y creemos que la clave estaría en la divergente evolución política, religiosa y cultural que vivieron al-Andalus y el Magreb a partir de la conquista cristiana, fundamentalmente porque la península se vio sustraída a una realidad que cristalizó al sur del estrecho a finales del siglo XIII. Nos referimos a la simbiosis del poder oficial meriní con el malikismo tradicional y el no menos arraigado sufismo —ya institucionalizado en ṭarīqa-s—, que convirtió a los santos magrebíes en actores relevantes de la política del momento, y potenció un fenómeno esencial: el culto a los difuntos relevantes y la proliferación de edificios funerarios, que se aprecia en el norte de África desde entonces.
Hasta ese momento Al-Andalus, por tanto, no se diferenció mucho del resto del mundo islámico y fue lugar donde se rindió culto a la memoria de difuntos principales. Numerosos testimonios se pueden argumentar en ese sentido e indican que la sociedad andalusí, antes de la desaparición del califato no debía ser muy distinta a otras contemporáneas, aunque es cierto que cabe hablar de aspectos singulares. La Córdoba sunní, por ejemplo, nunca pudo competir con El Cairo fatimí en número y riqueza de sus mausoleos; seguramente en el país pesaron más ciertas prescripciones restrictivas malikíes para el desarrollo de esa expresión devocional a los difuntos; y no cabe duda que la conquista cristiana acabó borrando muchas de aquellas huellas artísticas y arquitectónicas que recordaban a sus muertos principales.
Para ampliar:
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- Leisten, Thomas, “Between Orthodoxy and Exegesis: Some Aspects of Attitudes in the Shariʿa toward Funerary Architecture”, Muqarnas, 7 (1990), pp. 12-22.
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- Rāgib, Yusuf, “Structure de la tombe d’après le droit musulman”, Arabica, 39 (1992), pp. 393-403.
- Torres Balbás, Leopoldo, “Cementerios hispanomusulmanes”, Al-Andalus, 22 (1957), pp. 132-191.
- Tuil, Bulle, Inhumation et Baraka. La tombe du saint dans la ville de l’Occident musulman au Moyen-Âge (XIIe-XVe siècle), Tesis Doctoral, París, Université Paris IV Sorbonne, 2011.
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