En ausencia de tráfico rodado, las calles estrechas y tortuosas de las ciudades musulmanas tienen muchas cosas a su favor: proporcionan sombra, aminoran el viento, permiten una densidad mayor de habitabilidad y que una ciudad grande sea accesible a los peatones, facilitan las relaciones sociales y son fácilmente defendibles
Maribel Fierro y Luis Molina
CCHS y EEA (CSIC)
Las vías dentro de las ciudades
En el urbanismo de al-Andalus no sólo hubo una acción directa del Islam sobre el mundo tardo-antiguo y cristiano sino también una acción inversa con la conquista cristiana. Muchas ciudades andalusíes sufrieron profundas modificaciones tras la conquista cristiana (por ejemplo, ensanche de las calles y supresión de adarves), por lo que es muy difícil reconstruir su topografía anterior sobre todo si no se ha podido excavar en las mejores condiciones.
El urbanismo de las ciudades islámicas del área mediterránea no sólo se vio afectado por las creencias y la cultura de la nueva religión, sino también por el complejo proceso de evolución urbana del mundo tardo-antiguo. Frente a quienes tienden ver una cierta continuidad entre ese mundo tardo-antiguo y los primeros siglos islámicos, Manuel Acién considera que las ciudades andalusíes que se configuran históricamente entre los siglos IX y XI, no tienen nada que ver con sus antecesoras, aunque estén en el mismo espacio físico, y que de hecho se pueden considerar todas ellas como de nueva fundación, porque la ciudad islámica exige la desaparición de la ciudad antigua, lo cual quedaría confirmado por el registro arqueológico. Naturalmente, Acién no niega la pervivencia de hechos físicos —como restos de edificios, trazas, viarios o parcelarios— y no sólo físicos, ya que un elemento tan vinculado a la ciudad como son los obispos también va a pervivir bajo gobierno musulmán. Pero todos ellos terminarán por desaparecer, al igual que la ciudad antigua, en cuanto a su función. Es posible, pues, conocer o restituir en la actualidad los parcelarios y viarios de la ciudad antigua que pueden haberse conservado (como en el caso de Mérida), pero ello no implica que sus funciones fuesen las mismas.
Aparte de reutilizar ciudades preexistentes, los musulmanes fundaron nuevas urbes por necesidades militares, administrativas, socio-económicas o como expresión material del poder de los gobernantes. Al no hallarse condicionadas por un urbanismo previo, estas ciudades —como Murcia, Úbeda, Badajoz y Palma de Mallorca, así como las ciudades palatinas (Madīnat al-zahrā’ y Madīnat al-zāhira), ciudades fronterizas (Talavera de la Reina, Medinaceli, Madrid) y ciudades portuarias (Almería, Tarifa)— son especialmente relevantes para comprender mejor la relación entre Islam y ciudad. En general, la intervención de los gobernantes en la planificación urbana se limitaba a la configuración de su trazado que incluía calles principales, mezquita, murallas y la alcazaba, donde residía el poder; a veces, se ha podido detectar también la planificación de la red de saneamiento. En Cercadilla (Córdoba), se han excavado unos extensos arrabales en los que se han descubierto numerosas viviendas alineadas en calles rectas y amplias, orientadas de norte a sur, para facilitar la evacuación de las aguas residuales que a ellas vertían las atarjeas de las casas.
Cuando el poder político no intervenía de forma directa en la ordenación del espacio, eran los vecinos quienes ejercían el papel de agente ordenador, bien mediante mediaciones y arbitrajes a nivel de barrio o calle, bien mediante el recurso al derecho islámico (fiqh), que propiciaba el entendimiento y que no penalizaba la invasión del espacio público, siempre que no se causara un perjuicio grave al bien común o no se produjera un daño a otro. El espacio público era considerado como una copropiedad de la comunidad y su utilización estaba determinada por el uso así como por el equilibrio entre la molestia causada a los usuarios y la pérdida de beneficio de los vecinos. Podemos reconstruir estas realidades gracias a los textos legales islámicos, siendo de especial interés los dictámenes jurídicos o fetuas que surgen fundamentalmente con ocasión de litigios provocados por apropiación del espacio público o privado en calles o adarves, por problemas de saneamiento en relación con la evacuación de aguas pluviales o fecales o por falta de limpieza, entre otros motivos.
En las ciudades islámicas no se desarrolló una maquinaria administrativa extensa con instituciones municipales comparables a las que se desarrollaron en el Occidente cristiano a partir del siglo XI. Sí existió un armazón administrativa que iba desde la autoridad política o sus representantes a los cargos de tipo jurídico tales como el cadí o juez, el ṣāḥib al-madīna o zalmedina, el inspector del mercado o ṣāḥib al-sūq, también llamado muḥtasib (encargado de la moralidad pública y en general de lo que hace posible la vida en común). Había un margen amplio para la iniciativa de los habitantes de la ciudad actuando —individualmente o como grupo— en pro de un bien común, en cuya creación y mantenimiento toman parte, sobre todo a nivel de barrio. El barrio generalmente se estructuraba alrededor de su mezquita, espacio de sociabilidad comunitaria y lugar de encuentro donde se discutían asuntos que afectaban a los vecinos. Las relaciones entre vecinos, surgidas de la densidad del tejido urbano, se gobiernan por reglas tácitas que tienden al mínimo perjuicio y al respeto dentro de la vida en común, siendo esto lo que permite el funcionamiento de la ciudad. Cuando no se respetan las reglas y se produce una ruptura del consenso vecinal, interviene el muḥtasib e incluso el cadí para restablecer el orden urbano y asegurar el buen funcionamiento del sistema. Los casos más frecuentes en los que se producían conflictos eran los relacionados con la invasión de lo privado en el espacio público. Antes de ver algunos de esos casos, es necesario tratar del supuesto ‘desorden urbano’ del mundo islámico.
El supuesto ‘desorden urbano’ del mundo islámico
En la literatura sobre la ciudad islámica se insiste en un supuesto ‘desorden urbano’ que tendría su expresión en la planta laberíntica de sus calles y en la influencia del Islam en ese desorden así como en su inmutabilidad.
Para Bulliet, sin embargo, las calles estrechas, la invasión de las edificaciones sobre las vías públicas, y en general el aspecto laberíntico de las ciudades islámicas —rasgos todos ellos descritos a menudo como algo negativo frente a lo positivo conformado por la ciudad romana con su planta rectilínea— han de ser atribuidos no tanto al derecho islámico o a la ausencia de instituciones municipales, sino al hecho de que formaban parte de sociedades sin tráfico rodado. Bulliet pone de relieve que las calles estrechas y tortuosas tienen muchas cosas a su favor: siguen la disposición del suelo, en países calurosos proporcionan sombra, aminoran el viento, permiten una densidad mayor de habitabilidad lo que a su vez hace que una ciudad grande sea accesible a los peatones, facilitan las relaciones sociales y son fácilmente defendibles.
Explica Bulliet que si hay tráfico rodado, las calles deben ser llanas, sin escaleras o desniveles grandes y, si es posible, debe estar pavimentadas; además hay que mantenerlas en ese estado para que la circulación no se interrumpa. Tienen que tener la anchura adecuada para que, idealmente, puedan pasar dos vehículos al mismo tiempo; las esquinas no pueden ser demasiado agudas o estrechas para las maniobras; los callejones sin salida deben ser evitados. Que los edificios o los comerciantes con sus mercancías ocupen la vía pública debe ser evitado a toda costa. Y hay que contar con que los vehículos son ruidosos y peligrosos (recordemos el accidente del hijo de Ibn Waḍḍāḥ).
A medida que fueron desapareciendo los vehículos, las ciudades de Oriente Medio y el Norte de África gradualmente desarrollaron tipos y disposiciones de calles que se adaptaban mejor a las necesidades humanas. Una vez que sólo había que atender a peatones y animales de carga, la calle podía transformarse en un mercado abierto o en un callejón sin salida que daba acceso a los que residían en las casas allí situadas. Dada la ausencia de una sanción ideológica respecto a anchuras constantes y vueltas en ángulo recto, con poca legislación – sigue diciendo Bulliet – se podían mantener calles viables. Pero esto no quiere decir que hubiese una sanción ideológica para el desorden, ya que —tal y como ha puesto de relieve Acién— en las ciudades de nueva fundación se daba una planificación específica a pesar de que, al no haber transporte rodado, la necesidad de esa planificación era escasa. La llegada del Islam además no destruyó los viarios previos de ciudades como Antioquía y Herat en las que todavía se preservan largas vías derechas que se remontan a la época pre-islámica. Pero el Islam —surgido en una región donde no se usaba la rueda— prosperó en un mundo, el tardo-antiguo, en el que el uso de la rueda estaba en retroceso y por ello no incorporó una postura ideológica favorable al tráfico vehicular. La evolución de un diseño geométrico a otro orgánico tuvo lugar de forma natural en esas sociedades. Cuando el Islam se expandió por el Yemen, Indonesia o la India, donde el transporte se hacía de otra manera, se encuentran otras plantas de ciudades.
Las calles y el derecho islámico
Si seguimos a Bulliet en dar prevalencia al factor de la desaparición del tráfico rodado, entonces el derecho islámico no habría hecho otra cosa que adaptarse a ese contexto más que determinarlo. Predomina, sin embargo, la visión de que fue el derecho islámico el que determinó el viario de la ciudad islámica. Para Robert Brunschvig, autor de un estudio fundacional sobre la relación entre derecho y el urbanismo en el Islam publicado en 1947, no sólo la ciudad está regida por la ley islámica, sino que dicha ley marca su evolución. Una evolución estrechamente vinculada al derecho de finā’, es decir, el derecho que tiene el propietario o habitante de una casa al uso de un espacio alrededor de la misma tanto a lo ancho como a lo alto (es un derecho de usufructo, ya que esos espacios —los afniya— pertenecen al conjunto de los musulmanes como es también el caso de los bienes habices). El fināʾ (o ḥarīm) mide aproximadamente 1-1.5 metros de ancho y va alrededor de todos los muros exteriores de un edificio y también se extiende verticalmente a lo largo de esos muros.
Según el jurista granadino ʽAbd al-Malik ibn Ḥabīb (m. 853), los dueños de las casas tienen el uso (intifā’) de sus afniya en tres circunstancias: para tener reuniones (maŷālis), para servirse de ellos como establos donde dejar a sus bestias de monta y carga, y para instalar banquetas; además pueden usarlas los vendedores ambulantes, pero el fina’ no puede ser ocupado por una construcción o rodeado por algo que lo encierre.
Según el segundo califa ortodoxo ʽUmar, el propietario puede disponer del finā’ de su casa, lo cual para algunos significa que puede apropiarse de él, por ejemplo, mediante una construcción, construcción que dependerá en su tamaño del ancho de la fachada de cada vecino. Pero el fundador de la escuela malikí —Malik ibn Anas (m. 795)— habría dicho que no le gustaba que se hiciesen construcciones, aunque no las prohibió. Uno de sus discípulos sí lo hizo, diciendo que cualquier construcción en la vía pública está prohibida incluso si la calle es tan ancha como el desierto. Posteriormente prevalece la idea de que se pueden hacer construcciones siempre que se deje espacio suficiente para los transeúntes, tanto los que van a pie como los montados. El propietario o inquilino de un edificio tiene el derecho de usar el fināʾ para fines temporales, siempre y cuando no entorpezca el tráfico de la calle. Es además responsable de mantener su parte del fināʾ limpia y libre de todo tipo de obstrucciones y de acumulación de agua o nieve. El fināʾ vertical permite proyecciones hacia fuera de los pisos superiores en forma de balcones y pasadizos, justificándose porque lo que se utiliza es un espacio ‘muerto’ que no daña el tráfico en la parte de abajo.
Hemos visto que se establece una conexión entre lo que se puede hacer con el finā’ de uno y las molestias que ese uso puede causar a terceros. Un alfaquí qayrawaní del siglo XI lo expresó así: si lo que se construye no hace daño a nadie está permitido; si perjudica a alguien, está prohibido. Al-Māzarī (m. 1141), por su parte, se regía por el dicho ‘de dos males el menor’. Detrás de esas posturas están el principio general de lā ḍarar wa-lā ḍirār («no se debe causar daño ni perjuicio»): todo perjuicio debe ser suprimido siempre que ello no cree un perjuicio mayor que el primero (ḍirār es perjuicio desproporcionado o ejercicio malintencionado por alguien de su derecho). La preeminencia absoluta acordada al derecho de uso a su vez implica que la ḥiŷāza (posesión a largo plazo) se convierte en derecho de propiedad privada.
De esta orientación jurídica tenemos evidencia muy temprana en al-Andalus, en concreto, gracias al tratado sobre construcciones y vías urbanas compuesto por el jurista Ibn al-Imām de Tudela (m. 996). Las cuestiones legales relativas al viario se tratan sobre todo en los capítulos sobre los daños, es decir, junto con problemas de vecindad y perjuicio a los derechos de particulares —árboles, vigas, derecho de paso, molestias diversas—. Como ya señaló Brunschvig, esto significa que las cuestiones del viario se ven más como problemas de la esfera privada que no del derecho público. Esta estrecha vinculación de la materia con litigios y sentencias judiciales es recogida por Ibn Jaldūn (m. 1406) quien indica que el derecho de paso es una de las causas de conflictos entre las gentes que les incita a iniciar procesos ante el juez.
Nota:
Esta panorámica —que está basada en los estudios citados en la Bibliografía, donde se encuentran las referencias de los ejemplos dados— se presentó en 2017 en el VIII Taller Toletum ¿Conectando ciudades? Vías de comunicación en la Península Ibérica, Universidad de Hamburgo: https://www.toletum-network.com/es/2017/10/toletum-viii-staedte-verbinden-kommunikationswege-auf-der-iberischen-halbinsel/.
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