No es infrecuente plantearse cómo es posible que una orden religiosa hiciera del uso de las armas la clave de su vocación. ¿Qué es lo que se produjo en la Iglesia, heredera del Jesús que proclamaba el amor a los enemigos, para que llegara a reconocer que era compatible matar y salvar el alma? Y lo que todavía es más significativo, ¿qué es lo que le permitió asumir que la acción de matar podía constituir un camino martirial de perfección cristiana?
Carlos de Ayala Martínez
Universidad Autónoma de Madrid
Tanto san Bernardo, abad de Claraval, como Pedro el Venerable, abad de Cluny, se refirieron a los templarios en los primeros años de su existencia como hombres que se asemejaban a los monjes en sus virtudes pero que, en sus acciones, obraban como lo hacían los caballeros. Al expresarse así, ambos elevados representantes de la Iglesia de la primera mitad del siglo XII, en realidad estaban mostrando su perplejidad ante una institución que, en palabras de una especialista contemporánea —Simonetta Cerrini—, había protagonizado una auténtica revolución.
Esa revolución consistía en haber franqueado la línea roja que la Iglesia había establecido desde hacía siglos entre la violencia y su utilización por parte de los hombres consagrados a Dios. En efecto, el Temple, la primera de todas las órdenes militares, nacida a raíz de la puesta en marcha del movimiento cruzado, rompía con una venerable tradición de la Iglesia, y lo hacía a instancias de los propios responsables de esa Iglesia. Pero veamos cómo se pudo llegar a ello.
San Agustín en el siglo V cristianizó el concepto clásico de “guerra justa”, y con ello puso en movimiento el proceso que permitiría la sacralización de la violencia. Utilizar las armas al servicio de un estado legítimo era una exigencia también para los cristianos. No en vano, decía san Agustín, Jesús de Nazaret nunca descalificó a los hombres de armas, y algunos de ellos se encontraban, según los Evangelios, entre los testigos ejemplares de la verdadera fe.
Lo que, en cambio, no fue capaz de resolver san Agustín fue la contradicción que la Iglesia mantendría durante siglos a propósito de este uso de las armas, un uso que podía ser legítimo, pero cuyo resultado de violencia y muerte comportaba necesariamente pecado. De esta manera, los “penitenciales” de los primeros siglos de la Edad Media, unos libros a los que acudían los confesores para saber qué penitencia debía ser aplicada a cada pecado, insistían en que la muerte de un hombre en el contexto de una campaña militar legítima comportaba un castigo que podía oscilar entre un mes y tres años de expiación. Todavía en 1066, después de la batalla de Hastings en la que Guillermo el Conquistador arrebató el control de Inglaterra a los anglo-sajones, el vencedor decidió erigir una abadía en el lugar, la de Battle, para expiar los homicidios derivados de la invasión, y eso que la operación tenía el beneplácito del papa quien en aquella ocasión había otorgado a su ejército el estandarte de San Pedro.
Pero si para un cristiano matar en cualquier circunstancia, incluida la de una guerra considerada justa y bendecida por la Iglesia, suponía pecar, es obvio que era preciso alejar del uso de las armas a quienes optaban por una vida de mayor perfección, es decir, a los clérigos y, sobre todo, a los religiosos consagrados a Dios. Los primeros pronunciamientos en este sentido fueron muy radicales. A mediados del siglo IX el papa Nicolás I había establecido una neta distinción entre milites Christi (los clérigos) y milites saeculi (los laicos); a los primeros les prohibía que pudieran llevar armas, acudir a un combate o simplemente defenderse a través de la violencia, pero, en cambio, y siempre que se sometieran a la correspondiente penitencia, se lo permitía a los segundos. El camino de la santidad, aunque no de la salvación, quedaba de este modo vedado para aquellos laicos que hicieran del oficio guerrero su medio de vida.
Las cosas empezaron a cambiar cuando la Iglesia tomó conciencia de que su vocación teocrática, la de gobernar la sociedad en nombre de Dios, iba a tener posibilidades de futuro. Ese gobierno, que se situaba por encima de cualquiera de los poderes seculares, se erigía en fuente de legitimidad para todos ellos, y desde esta perspectiva el uso de la violencia no era descartable como un medio para defender sus postulados y hacer prevalecer su voz. Aunque la primera gran formulación en este sentido fue la de Gregorio VII (1073-1085), desde hacía algún tiempo la Iglesia, que necesitaba de los milites saeculi para materializar sus planes, inició una ardua tarea pedagógica para convencerse a sí misma y a la sociedad de que también entre ellos, los caballeros, era posible alcanzar un cierto grado de perfección cristiana. Se arbitraron distintos procedimientos para ello, pero ninguno tan eficaz como la popularización de cultos a santos que en algún momento habían empuñado las armas. El de san Jorge, por ejemplo, alcanzó cotas de extraordinaria popularidad. Había sido un tribuno romano que se negó a utilizar la violencia contra los cristianos y fue martirizado por ello. Otro ilustre militar romano fue san Martín de Tours, cuya condición de guerrero no le impidió practicar la caridad con un pobre con el que compartió su capa. Con todo, ninguno de estos santos lo fueron por guerrear sino más bien por dejar de hacerlo, y ello obligó a la Iglesia a dar un paso más e involucrarlos en las batallas de los cristianos mediante oportunas apariciones que decidían victorias, sin duda deseadas por Dios. Así ocurrió cuando san Jorge se apareció en 1063 reforzando las filas de los normandos que, en nombre del papa, combatían a los musulmanes en Sicilia. Desde entonces no fue extraño ver a otros santos, que nunca habían empuñado armas, haciéndolo para prestar su auxilio en las justas causas de la Iglesia. Pasando el tiempo, ya en el siglo XII, ese sería el caso de Santiago, el humilde pescador de Galilea, convertido en aguerrido y belicoso aliado de cristianos en apuros.
Lo cierto es que si un santo avalaba la guerra no solo mediante su intercesión sobrenatural sino a través de su protagonismo en ella, el escenario de esa guerra y la actividad desarrollada en él, quedaban de algún modo santificados. Y si el escenario y la propia actividad bélica, la inherente a los caballeros, quedaban santificados, es obvio que no había lugar para el pecado, y sí para el mérito santificador a los ojos de Dios. Así lo reconocía por vez primera el papa Alejandro II cuando aquel mismo año de 1063 proclamaba que era lícito combatir y eliminar a los sarracenos de la Península Ibérica porque, aunque era evidente que a los cristianos no les estaba permitido derramar la sangre de otro ser humano, sin duda cabía la excepción de los criminales y malhechores, y los musulmanes, al ocupar injustamente tierras que no les pertenecían, se habían convertido a sí mismos en reos de muerte, y combatirlos, lejos de constituir un pecado, era algo meritorio.
Llegamos así a la clave que permite explicar la cruzada y también el nacimiento de las órdenes militares, pero no pensemos que este tramo final y decisivo en el proceso legitimador de la violencia transcurrió por senda fácil. Vimos ya cómo Guillermo el Conquistador hubo de expiar los homicidios de una guerra bendecida por Roma en 1066, y el pontificado seguía siendo reacio a considerar que la actividad santificadora de la guerra pudieran protagonizarla quienes, por vocación, convertían su vida en un servicio de oración a Dios. De hecho, resulta muy significativo que Urbano II, el papa responsable de la llamada a la primera cruzada prohibiera en 1096 a clérigos y monjes su participación activa en ella.
¿Qué pudo pasar para que la Iglesia acabara de permitir que hombres consagrados, como serían templarios y miembros de otras órdenes militares, se arrogaran la posibilidad de practicar una vida de perfección religiosa, no solo sin abandonar las armas sino haciendo de ellas la expresión vocacional de su carisma? La explicación debemos buscarla en el trasfondo de la victoria agridulce que supuso la toma de Jerusalén de 1099 con la que concluyó la primera cruzada. La Ciudad Santa volvía a manos cristianas, pero el balance no era ni mucho menos halagüeño para el papa. Éste, que había convocado la cruzada fuera de Roma de donde había sido expulsado por el emperador germánico, la planteó como un órdago que en tiempos muy difíciles para él pudiera hacerle aparecer como el indiscutible líder de la Cristiandad, y también como el hacedor de un tiempo nuevo en que su autoridad no se viera discutida ni por el emperador germánico ni por ninguna otra instancia laica. Pero la realidad, tras la toma de Jerusalén, fue muy distinta, y ni siquiera la prestigiosa acción cruzada pudo solidificarse lo necesario para dejar de convertirla en una fuente de permanente gasto y preocupación. La cruzada ciertamente no fue el éxito con el que el pontificado había soñado, y después de ella, el papa tocó a rebato al conjunto de la Cristiandad proponiéndole un renovado modelo de Iglesia, la Iglesia militante, que comprometiera a todos los fieles en su defensa. El nuevo modelo interpeló de manera particular a los religiosos, que interpretaron ese servicio desde muy diversos ángulos, pero también lógicamente a los laicos que optaban por asumir el voto cruzado para servir con sus armas a tan santo objetivo. En realidad los primeros templarios no fueron sino unos de esos cruzados que, interpretando de manera literal la militancia eclesial, quisieron convertir su voto temporal de servicio en un compromiso permanente, y ese compromiso en la Edad Media implicaba votos de otra naturaleza, los propios de los religiosos. Así es como nació el Temple. Y ciertamente no fue un parto fácil. Su revolucionaria opción, inducida por una Iglesia a la defensiva, llevó aparejados no pocos problemas, algunos de ellos expresión de las resistencias que generaba entre los propios religiosos que algunos de ellos pudieran romper de manera tan flagrante la tradición secular que los apartaba del ejercicio de la violencia.
Fue así como nació la primera de las órdenes militares, el modelo de todas las demás que, en Tierra Santa y en los otros escenarios fronterizos de la Cristiandad, fueron creándose a lo largo del siglo XII.
¿Qué es entonces una orden militar? Sin duda, una congregación religiosa de frailes –con el tiempo serán conocidos como freires-, es decir, religiosos de vida activa, diferentes, por tanto, de los monjes contemplativos. Sus votos eran los clásicos de los religiosos –obediencia, pobreza y castidad-, estaban, por ello sujetos a regla y se ajustaban a pautas de una flexible vida conventual. Obviamente su carisma o vocación específica era una particular forma de ascesis santificadora consistente en la actividad militar, y aunque su nacimiento, el de casi todas las órdenes, está indisociablemente ligado al combate contra el islam en las distintas fronteras de la Cristiandad, lo cierto es que desde muy temprano se concibieron como instrumentos para la defensa de la Iglesia frente a todos sus enemigos. Pero ¿quiénes eran esos enemigos? A esta pregunta respondía a comienzos del siglo XIII un célebre e ilustre obispo francés, Jacobo de Vitry, que en 1216 era enviado a Tierra Santa para presidir la diócesis de Acre. Para él los enemigos de la Iglesia a los que debían enfrentarse los freires de las órdenes militares eran los infieles musulmanes de Tierra Santa e Hispania, los paganos eslavos de Prusia y el Báltico, los cismáticos griegos del Imperio bizantino y los herejes diseminados por toda la Cristiandad. De este modo, las órdenes militares acabarían convirtiéndose en el instrumento de una cruzada que la Iglesia concibió en términos cada vez más generosos.
Además del privilegiado escenario de Tierra Santa, si hubo un lugar donde las órdenes militares cuajaron y se convirtieron en puntal de la ofensiva cristiana contra los musulmanes, ese lugar fue la Península Ibérica. De hecho, después del Temple, cuya aprobación formal se produjo en enero de 1129, fue en las tierras castellanas del primitivo reino de Toledo donde nació 30 años después, en 1158, la segunda orden militar de la historia, la de Calatrava. Y eso es así porque la orden de San Juan de Jerusalén o del Hospital, nacida como el Temple en Tierra Santa, solo en aquellas décadas centrales del siglo XII iniciaba su proceso de militarización que acabaría compatibilizando con su originaria vocación asistencial a los enfermos. Calatrava, en cambio, desde el primer momento había mostrado su caracterización bélica, aunque el hecho de que fueran unos monjes contemplativos de la orden del Císter sus iniciadores, generó no pocos problemas en el seno del capítulo general de Cîteaux, hasta que se produjo un primer reconocimiento formal en 1186. Para entonces ya había nacido en tierras leonesas la orden de Santiago. Lo había hecho en 1170 a partir de una cofradía, no muy distinta a la original templaria, en la ciudad de Cáceres, pero pronto trasladaría la sede de su convento central a Uclés, en tierras del reino de Castilla. La orden de San Julián del Pereiro —andando el tiempo, orden de Alcántara— también nació, y en este caso permaneció fundamentalmente radicada en el reino de León. Ese nacimiento se produjo a mediados de la década de 1170, al igual que ocurrió en tierras portuguesas con la cofradía de Évora, pronto conocida como orden de Avis.
Todo este conjunto de órdenes militares nacidas en la segunda mitad del siglo XII —el momento de la gran ofensiva almohade— lo hicieron cuando la Iglesia había legitimado ya la violencia, siempre y cuando fuera destinada a defender el nombre de Cristo y los intereses de su Iglesia. Por ello no se produjeron especiales movimientos de resistencia hacia ellas, salvo en el caso de Calatrava que, en un principio, pretendió armonizar lo imposible: la vida contemplativa de los monjes con la vida activa de los frailes. Pronto se impuso la realidad, y Calatrava, como el resto de las milicias nacidas entonces, respondió al modelo de orden religiosa no contemplativa cuya vocación militar garantizaba a sus miembros, como a todos aquellos laicos que compartieran con ellos sus estandartes en el campo de batalla, una vía de purificación salvadora identificada con el martirio. Así se expresaba un significativo documento santiaguista de 1250 identificando la imagen del freire con la del perfecto cruzado, el hombre noble y generoso, que no temía derramar su sangre hasta siete veces al día por Cristo.
Para ampliar:
- AYALA MARTÍNEZ, C. de (2003): Las órdenes militares hispánicas en la Edad Media (siglos XII-XV). Madrid, Latorre Literaria-Marcial Pons.
- DEMURGER, A. (2005): Caballeros de Cristo. Templarios, hospitalarios, teutónicos y demás órdenes militares en la Edad Media (siglos XI a XVI). Granada, Universidad de Granada – Universitat de València.
- AYALA MARTÍNEZ, C. de (2012): “Espiritualidad y práctica religiosa entre las órdenes militares. Los orígenes de la espiritualidad militar”, en Isabel Cristina Ferreira Fernandes (Coord.), As Ordens Militares. Freires, Guerreiros, Cavaleiros. Actas do VI Encontro sobre Ordens Militares, Palmela, GEsOS, Município de Palmela, I, pp. 139-172.