El relato más antiguo es una interesada reconstrucción que ha ensamblado materiales hagiográficos y litúrgicos diversos y que constituye un tópico literario que hunde sus raíces en la literatura clásica. Es obvio, por tanto, que el relato no es propiamente histórico. Ahora bien, ¿se pueden rescatar algunos elementos como históricos?
Carlos de Ayala Martínez
Universidad Autónoma de Madrid
Hoy día es minoritaria la postura de quienes aceptan como histórico el relato de la batalla de Covadonga tal y como nos lo ofrecen los dos primeros testimonios del acontecimiento, las dos versiones de la Crónica de Alfonso III, redactadas en torno al año 900. La opinión actualmente mayoritaria entre los especialistas es la que sitúa Covadonga en la perspectiva mítica sin negar un trasfondo histórico de diversa intensidad.
En cualquier caso, conviene advertir que estamos ante un raro referente mítico. Por un lado, el hecho histórico sobre el que se basa no sabemos exactamente dónde se produjo, ni conocemos con precisión cuándo tuvo lugar ni siquiera quiénes fueron realmente los contendientes. Para un acontecimiento histórico fundante se trata de algo cuanto menos sorprendente. Pero es que, por otro lado, partimos de unos hechos que habrían tenido lugar aproximadamente 200 años antes que el primer registro testimonial inequívoco acerca de ellos, las citadas versiones cronísticas. Y ese registro cayó en el olvido después durante casi otros 200 años, en que fue resucitado en las primeras décadas del XII. Con todo, no será hasta mediados del siglo XIII, de la mano de la influyente historiografía latina de Lucas de Tuy y Jiménez de Rada, y sobre todo, a finales, a través del scriptorium alfonsí, cuando el episodio se revitalice de manera patente y constituya ya de manera irreversible la versión oficializada del inicio de la “reconquista”, una versión que pervivirá durante siglos.
Recordemos en primer lugar lo poco que sabemos acerca del fundamento histórico de Covadonga, para pasar más adelante a esbozar una explicación de la irregular trayectoria de la versión mítica del acontecimiento. La reconstrucción de un hecho histórico depende normalmente de tres variables: lugar, protagonistas y datación. El doble relato de la Crónica de Alfonso III nos proporciona detalles de las dos primeras variables, la tercera solamente la sugiere sin precisión alguna.
El lugar es el monte Auseva, en los Picos de Europa, muy cerca de Cangas de Onís, en torno a una cueva —coba dominica o coua sancte Marie—, cuyos alrededores, de creer el relato, debería haber sido lo suficientemente grande como para plantar tiendas rodeando la cueva e instalar maquinaria poliorcética —fundíbolos— como si el objetivo a batir fuera una potente fortificación.
El relato cronístico también describe con precisión la identidad de los contendientes. Pelayo domina la facción cristiana y se nos presenta como un elevado magnate de la corte visigoda, emparentado incluso con sus reyes, que habría sufrido la opresión de los musulmanes, y de resultas de ello se habría instalado con su hermana en Asturias. Incomprensiblemente este huido de la opresión islámica es encargado por el gobernador musulmán de Gijón de representarlo en Córdoba, circunstancia que aprovechada el gobernador para seducir a la hermana de Pelayo. Este hecho, habría sido tan decisivo, que en la mente de Pelayo se ultima un plan para la “salvación de la Iglesia”. Las autoridades de Córdoba, entonces, ordenan la captura del cristiano que huye enrocándose en el Monte Auseva donde es elegido “príncipe” por los astures. Frente a él las autoridades cordobesas mandan un potente ejército de proporciones bíblicas —187.000 hombres— con un general a su mando, acompañado del obispo de Toledo —o Sevilla— Oppa, hijo de Witiza, encargado de una negociación destinada al fracaso. Pues bien, cualquier intento de conceder historicidad al relato, como en su día pretendiera Sánchez Albornoz, resulta vano. Todo él es un compendio de clichés literarios, tópicos hagiográficos y recursos provenientes del mundo litúrgico.
En cuanto a la fecha los datos aportados por la Crónica de Alfonso III apuntarían a un momento temprano, que es el que mantienen, precisándolo en 718, quienes defendieron la historicidad del relato. Hay otras dos fechas alternativas, la propuesta por el propio Sánchez Albornoz haciendo acopio de materiales islámicos, 722; y una tercera bastante más tardía que personalmente consideraría más razonable admitir, 737, que defienden quienes creen poder ver en un texto de la Crónica mozárabe de 754 el relato más antiguo de los acontecimientos de Covagonga, un relato que no menciona ni este lugar ni a Pelayo, pero sí circunstancias que podrían aludir al acontecimiento y que, en cualquier caso, se corresponderían con los años de gobierno de un wālī andalusí de aquella cronología.
Un primer paso, antes de proponer una reconstrucción hipotética de la famosa batalla de Covadonga, es el de determinar el perfil de su principal protagonista, Pelayo. Sin duda, es un personaje histórico, que una persistente memoria que arranca de comienzos del siglo IX asoció a un movimiento de resistencia contra el gobierno andalusí y al inicio de una nueva legitimidad dinástica; conviene advertir, sin embargo, que esa memoria no alude para nada a Covadonga. Tampoco lo hacen, aunque sí se refieren a un combate concreto entre Pelayo y los musulmanes, los posteriores testimonios islámicos, en ningún caso muy anteriores al siglo X, y que recogen una tradición que perdurará durante siglos: un grupo de 300 rebeldes acaudillados por Pelayo habría escapado al control de las autoridades andalusíes, y se habría hecho fuerte en la montaña; mermados por los musulmanes, habrían sobrevivido, inicialmente ninguneados por las tropas islámicas, alimentándose de la miel de paneles hechos por las abejas en las hendiduras de la montaña.
Con estos mimbres, ¿qué reconstrucción de los acontecimientos cabe acometer? Partimos de la base de que el relato fundamental, el de la Crónica de Alfonso III, es una interesada reconstrucción que ha ensamblado materiales hagiográficos y litúrgicos diversos y que, en lo que se refiere en concreto a la batalla de Covadonga, constituye un tópico literario —el refugio de los “buenos” en un monte, rodeados de impíos y en el que experimentan la acción salvífica de la divinidad mediante acciones milagrosas— que hunde sus raíces en la literatura clásica. Es obvio, por tanto, que el relato no es propiamente histórico.
Ahora bien, ¿qué elementos son rescatables? En primer lugar que Pelayo lideró la resistencia de un grupo de cristianos en un sector montañoso del norte peninsular no parece discutible. Y que se trataba de un noble vinculado al Officium palatinum visigodo, más que un miembro de la propia familia real, es también bastante probable. A partir de aquí empiezan las dudas.
¿Esa resistencia fue fruto de una rebelión o la respuesta a un ataque previsible pero no directamente provocado? La tesis de la rebelión domina el panorama historiográfico tanto entre los autores primitivos como entre los modernos intérpretes de los acontecimientos. Es evidente que esa explicación sirve mejor a la propaganda de cristianos —una rebelión es un marco más digno para el arranque de un proceso legitimador— y para los musulmanes —una rebelión puede interpretarse en clave de traición—, pero los argumentos justificativos de la rebelión no resultan demasiado convincentes. Se apoyan en hechos tan poco contrastables como el traslado negociador de Pelayo a Córdoba o la presencia entre las tropas represoras del obispo Oppa.
Seguramente lo más razonable es pensar en otra clave menos heroica: el incompleto control islámico de la Península favoreció la existencia de núcleos indígenas resistentes —indígenas no quiere decir no romanizados— que probablemente intentaron garantizar su independencia mediante la alianza con nobles procedentes del sur y conocedores, como Pelayo, del uso de las armas. En un determinado momento esta situación podía resultar especialmente lesiva para los intereses andalusíes. ¿Cuándo, por ejemplo? Para esto el relato de la Crónica Mozárabe de 754 y la posible fecha de 737, posterior al desastre de Poitiers de 732, podría ser convincente: los andalusíes habrían decidido entonces eliminar bolsas de resistencia situadas al sur de los Pirineos. Quizá pueda apoyar esta perspectiva el hecho de que el fracaso al intentar esta eliminación, no provocó nuevos ataques, ineludibles si estuviéramos ante una rebelión activa, y que más bien los musulmanes miraran para otro lado hasta que, como dicen las fuentes islámicas, tomaron conciencia mucho después del problema.
Del desarrollo del enfrentamiento no rescatamos otra realidad que las dificultades de un destacamento importante —objetivos de propaganda disuasoria podrían justificarlo— moviéndose por un medio natural escarpado que, sin duda, condicionó el fracaso de la operación. ¿Tuvo lugar donde la tradición lo ha fijado a lo largo de los siglos? No habría inconveniente en ello; esa tenaz creencia es probable que no naciera de la nada. En cualquier caso, si no se hubiese producido en torno al monte Auseba, no habría sido un sitio de orografía muy distinta.
Que el resultado de aquella operación resultó desastroso para los musulmanes es evidente. Fuentes cristianas e islámicas son unánimes. Es normal que a partir de aquí se elaborara un mito fundante aureolado por el milagro. Ahora bien, en él el papel de la Virgen es un añadido posterior. Los milagros remiten directamente a Dios. Las menciones a la Virgen se reducen a indicar la localización de la coua sancte Marie, donde rebotaban las piedras lanzadas por los musulmanes. La Virgen está, por tanto, lejos de asumir un protagonismo militar que la piedad popular mariana, todavía no muy desarrollada, no hubiera podido concebir. Por tanto, y aunque la frustrada operación islámica contra los fieles de Pelayo hubiera tenido realmente lugar en la ladera del Auseva, ciertamente no habría recibido el nombre de batalla de Covadonga hasta fechas tardías.
Tras el ciclo cronístico alfonsino el tema de Covadonga queda marginado en el panorama político del reino de León hasta que reaparece con fuerza en las primeras décadas del siglo XII de la mano de la llamada Historia Silense, una crónica anónima redactada al servicio de la monarquía leonesa probablemente en medios cercanos a la colegiata de San Isidoro. El Silense asume el contenido de la Crónica de Alfonso III, pero añade, además, matices e informaciones de su personal cosecha. Se muestra familiarizado con el escenario de lo que no duda en llamar “cueva santa”, en donde, a su entender, cabrían hasta mil hombres. Subraya el protagonismo de la Virgen que no era tan evidente en la fuente original y nos da testimonio de que el lugar era entonces objeto de veneración. Pero, sobre todo, el Silense añade un colofón al relato pelagiano en forma de sumario idealizado que nos describe cómo se reorganizó el pueblo godo en la nueva formación política nacida de Covadonga, y cómo esa reorganización descansó sobre tres pilares fundamentales: disciplina militar, acatamiento del gobierno legítimo y restauración de las iglesias y su culto para garantizar la alabanza a Dios.
Ahora bien, pese a que la recuperación del discurso pelagiano, por tanto, deba relacionarse con la ideología neogótica vinculada a san Isidoro, no cabe duda de que ese discurso fue acogido casi inmediatamente después en Oviedo, la capital originaria de la monarquía astur-leonesa, de manos del obispo Pelayo de Oviedo (1101-1153) y el proyecto de engrandecimiento de su iglesia. Es obvio que al obispo le interesaba subrayar que el origen de la legitimidad de la monarquía leonesa no era otro que el acontecimiento de Covadonga, los herederos de cuyo protagonista trasladaron muy pronto su capital a Oviedo. El obispo Pelayo incorporó, en efecto, el relato de la victoria de Covadonga de la Crónica de Alfonso III en una obra de compilación cronística, el llamado Corpus pelagianum, probablemente compuesto entre 1120 y 1142. El interés del obispo en la recuperación del discurso pelagiano y del simbolismo de Covadonga fue tal que llegó a enriquecer el relato mediante un desarrollo legendario que afectaba a otra de las señas de identidad de la vieja monarquía asturiana, concretamente la conocida Cruz de la Victoria, donada en 908 por Alfonso III a la iglesia de Oviedo. La leyenda, que hasta muy poco tiempo se atribuía al siglo XVI y que ahora podemos retrotraer sin problema al XII, consiste en que la cruz habría sido enarbolada por el príncipe Pelayo en la victoriosa jornada de Covadonga, después de una misteriosa aparición celeste.
La ventaja de la recuperación de Pelayo y el relato milagroso de Covadonga es la de situar el discurso reconquistador en los primeros tiempos de la ocupación islámica, dotándole de una espectacular continuidad, cosa que no era posible constatar con anterioridad.
En cualquier caso, lo que podemos llamar “oficialización” del relato de Covadonga no es otra cosa que su desvinculación de una tradición leonesista, neogótica y asociada al monasterio de San Isidoro —y también a la sede ovetense—, que lo había recuperado en torno al año 1100, para pasar a integrar, a partir del siglo XIII, el discurso propio de la monarquía castellano-leonesa. Pues bien, quien realmente protagonizó definitivamente este trasvase y “oficializó” ya de manera irreversible el discurso pelagiano y la legitimidad forjada en Covadonga para una monarquía, la castellana, dispuesta a recuperar la unidad político-religiosa de antaño, fue el arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada. A él debemos la versión definitiva y “canónica” de la mitología pelagiana, basada por supuesto en la tradición anterior, pero con acentos y matices propios.
El mensaje providencialista en torno a Pelayo se enfatiza: es el “ascua pequeña” que conserva el pueblo cristiano tras la ruina de Hispania y que viene a sumarse a los “pocos restos” de quienes en las montañas del norte mantuvieron ante Dios la antorcha de los santos en las Hispanias, y ello al tiempo que se acentúa también la sacralidad del escenario de Covadonga, cuya cueva se halla, “como por obra divina”, rodeada de una roca inexpugnable.
La construcción del discurso pelagiano y de la victoriosa jornada de Covadonga quedaba de este modo fijada para el futuro, al menos en sus trazos más gruesos. De hecho, el scriptorium de Alfonso X se encargará de popularizarlo sobre la base del texto del Toledano, sin añadir prácticamente nada, salvo recuperar la centralidad de la intercesión mariana en Covadonga, en su momento desarrollada por la Historia Silense y un poco oscurecida en el relato de Jiménez de Rada.
El mito pelagiano, entendiendo por tal el discurso creado y recreado sobre los orígenes de una monarquía asturiana llamada providencialmente a restaurar la “España perdida” a raíz de la conquista islámica —un discurso cuya base histórica es débil y no bien conocida—, tuvo una evidente presencia en la legitimación de la guerra contra Granada concluida a finales del siglo XV. Los cronistas de los Reyes Católicos, y de modo particular Fernando del Pulgar, dieron cumplida cuenta de él.
Solo faltaba un significativo detalle para coronar tan extraordinaria construcción propagandística: la consideración de santidad para Pelayo. Fue un paso que no se llegaría a dar nunca en la Edad Media y que, por vez primera, aparecería en un autor de la segunda mitad del siglo XVI, el historiador vasco Esteban de Garibay, quizá sobre los fantasiosos datos que había proporcionado un siglo antes Pedro de Corral en la llamada Crónica Sarracina.
Con todo, la santificación de Pelayo no superó la prueba del impulso racionalista que se produce entre los historiadores españoles a partir del último tercio del siglo XVII, en vísperas del “Siglo de las Luces”. Eso no significaba, sin embargo, la renuncia al carácter propagandístico de un discurso pelagiano, que, desde una perspectiva, solo moderadamente laica, servirá para la forja del nacionalismo patriótico de comienzos del siglo XIX. En cualquier caso, sí conviene recordar que fue el tradicionalismo católico que animó la restauración borbónica de 1876 el que reactualizó el discurso pelagiano, materialmente reflejado en la construcción, entre 1877 y 1901, de la actual basílica de Covadonga, y popularmente vivo a través de la curiosidad que despertaba la supuesta tumba del héroe que aún puede verse en la “cueva santa”; un discurso, por otra parte, en términos políticos muy activo en el marco nacional-católico del régimen franquista, y que sólo empezó a ser sistemáticamente deconstruido en los años setenta del pasado siglo XX. Hoy podemos afirmar que, como tal discurso de pretensión historicista y no mera ideología de justificación, es ya un dato del pasado, al menos en medios académicos. Solo nos queda lo más importante: llegar a un acuerdo definitivo acerca de cuál es su base histórica.